martes, 14 de febrero de 2012

Himnos a la noche


Novalis

(Friedrich von Hardenbergs)

 

Himnos a la noche

(Hymnen an die Nacht)

(1800)

Traducción: José María Valverde (1946)

 

Barcelona: 1985, Icaria Editorial

(Consulta: Biblioteca del IAGO. Oaxaca: 2003, dic)
I

Qué viviente
capaz de sentido
no ama entre todas
las mágicas apariciones
del espacio que en su derredor se ensancha,
la luz, suma de la alegría;
con sus rayos y ondulaciones,
y sus colores,
su dulce omnipresencia
en el día?
Como de la vida
el alma más profunda,
la respira el gigantesco mundo
de las infatigables constelaciones
que bogan en su azul océano,
la respira la resplandeciente piedra,
las tranquilas plantas,
y de los animales
la multiforme,
eternamente móvil fuerza.
La respiran multicolores
nubes y vientos,
y, sobre todos,
los soberanos huéspedes
de ojos llenos de destino,
de suspensa marcha
y de boca resonante.

Como un rey
de la naturaleza terrena
convoca a cada fuerza
a innumerables transformaciones,
y su presencia sola
revela la maravillosa soberanía
del terrenal imperio.
Pero hacia allá me vuelvo,
a la feliz, inexpresable
Noche, toda misterio...
Allá queda tendido el mundo,
como inmerso en una honda fosa,
¡cuán desierto y solo
su lugar!
Profunda tristeza
tiembla en las cuerdas del pecho.
Lejanías del recuerdo,
deseos de la juventud,
sueños de la infancia,
cortas alegrías
de toda la larga vida,
y vanas esperanzas,
acuden con vestiduras grises
como nieblas de la tarde
a la caída del sol.
Allá queda el mundo
con sus abigarrados goces.
En otros espacios
la luz alzó
sus aéreos pabellones.
¿Ya no volvería jamás
a sus fieles hijos,
a sus jardines,
a su magnífica casa ?
Pero ¿qué es lo que mana
tan fresco y placentero,
tan lleno de presentimientos,
bajo el corazón,
y disipa
la blanda brisa de la tristeza?
¿Tienes tú también
un corazón humano,
oscura noche?
¿Qué es lo que guardas
bajo tu manto,
que, invisiblemente poderoso,
llega hasta mi alma ?
Te muestras sólo temible...
Precioso bálsamo
gotea de tu mano,
del haz de adormideras
En dulce embriaguez
despliegas las pesadas alas del corazón.
Y nos regalas alegrías
oscuras e indecibles,
secretas, como tú misma eres;
alegrías, que nos
dejan presentir un cielo.
Qué pobre y pueril
se me aparece la luz
con sus pintarrajeadas cosas;
qué gozosa y bendita
la ausencia del día.
¿Así pues, sólo por eso,
porque la noche
te quita tus servidumbres,
sembraste
en la lejanía del espacio
las luminosas esferas
para promulgar tu omnipotencia
y anunciar tu retorno
durante el tiempo de tu alejamiento?
Más celestiales que esos astros fúlgido
en las lejanías,
nos parecen los ojos infinitos
que la Noche
abre en nosotros.
Miran más hondo
que el más lejano brillo
de esos innumerables ejércitos;
sin necesidad de luz,
miran a través de las profundidades
de un amante corazón,
llenando un más elevado espacio
de indecible felicidad.
¡Gloria de la reina del universo,
mundo sagrado
de la alta mensajera,
venturoso amor
de nuestra cuidadora!
Vienes, amada. ..
La noche está aquí...
Arrebatada está mi alma...
Allá lejos queda el día terrenal
y tú eres de nuevo mía.
Te contemplo en los profundos, oscuros ojos;
nada veo sino amor y bienaventuranza.
Descendemos al altar de la noche,
al suave lecho...
El velo cae,
y encendida de la cálida presión,
arde de la dulce ofrenda
el puro fuego.





II

¿Ha de volver siempre la mañana?
¿Jamás terminará el señorío de lo terrenal?
Desdichada actividad estorba
el celestial vuelo de la noche.
¿No arderá eternamente el secreto
sacrificio del amor?
Les ha sido medido su tiempo
a la luz
ya la vigilia...
Pero la soberanía de la noche es sin tiempo,
la duración del sueño es eterna.
¡Sueño sagrado!
Nunca dejes de traer la felicidad
a los consagrados a la noche,
en este trabajo diario de la tierra.
Sólo los insensatos te desconocen,
y no saben de ningún sueño
sino de la sombra
que, compasiva, viertes en nosotros
en aquel crepúsculo
de la verdadera noche.
Ellos no te perciben
en el dorado flujo de los racimos,
en el maravilloso
bálsamo del almendro,
y en el moreno zumo de la adormidera.
No saben
que tú eres eso
que se cierne en torno
del pecho de la suave muchacha,
y en cielo convierte su seno...
No adivinan
que en las antiguas historias
surges abriendo cielos
y tienes la llave
de la morada de la bienaventuranza;
silencioso embajador
del infinito misterio.




























III

Una vez que derramaba amargas lágrimas, cuando mi esperanza se disolvía deshecha en el dolor, y estaba solo en la desierta colina que en su estrecho, oscuro espacio sepultaba la figura de mi vida; solo, como aún no estuvo ningún solitario, oprimido de indecible miedo, sin fuerzas, ya tan sólo un pensamiento de la miseria todavía... Cuando buscaba allí ayuda en torno mío, hacia delante no podía y hacia atrás nada... y pendía de la fugitiva, extinguida vida, con inacabable ansia... ; entonces, vino por la azul lejanía, desde las alturas de mi antigua bienaventuranza, un estremecimiento de ocaso... y de pronto desgarró la ligadura del nacimiento, la cadena de la luz. Allá se fue el esplendor terrenal, y mis lágrimas con él. Juntamente huyó la tristeza hacia un nuevo, insondable mundo. Y tú, exaltación nocturna, sueño del cielo, viniste sobre mí. El paisaje de la tierra se alzó lentamente... Sobre el paisaje se cernía mi desprendido, renacido espíritu. La colina se tornó polvareda, y en el polvo veía yo las clarísimas facciones de la amada. En sus ojos descansaba la eternidad. Yo tomé sus manos, y las lágrimas formaron un resplandeciente, indestructible lazo. Corrían milenios hacia la lejanía como tempestades. En su cuello lloré embelesadas lágrimas en la nueva vida. Así fue mi primer sueño en ti. Pasó, pero su fulgor permaneció; la eterna, inconmovible creencia en el cielo nocturno y en su sol, la amada.


















IV
Ahora sé cuándo vendrá la última mañana; cuando la luz ya no ahuyente la noche y el amor, cuando haya un dormir eterno, y sólo un inacabable sueño. Celestial fatiga no me abandona nunca. Largo y penoso fue el camino hasta la sagrada tumba, y la cruz era pesada. Aquél cuya boca mojó una vez la cristalina onda que, invisible para los sentidos comunes, brota en el oscuro seno del monte en cuyo pie se rompe la resaca terrenal; aquel que se irguió sobre esa cordillera fronteriza del mundo, y alzó su mirada por encima, hacia la nueva tierra, la residencia de la noche; aquél, verdaderamente, no volverá al ejercicio del mundo, al país donde la luz reina y habita eterno desasosiego. Arriba edifica chozas, chozas de la paz, añora y ama, mira a lo lejos, hasta que la mejor nacida de todas las horas le conduce hasta el hondo manantial de la fuente. Lo terrenal asciende a la superficie y es arrebatado por las alturas, pero lo que se hizo sagrado a través del contacto del amor, corre disuelto por secretos caminos hacia el territorio del más allá, donde, como nubes, se mezcla con los adormecidos amores.
Aún llamas,
luz de la alegría,
al cansado para el trabajo...
me inspiras alegre vida
Pero no me separas
del recuerdo
de aquel musgoso lugar.
De buen grado quiero
aplicar las oficiosas manos,
mirar en torno sobre todas las cosas
donde tú me necesitas,
alabar de tu esplendor
la plena magnificencia,
sin pereza proseguir
la hermosa continuidad
de tu artística obra,
contemplar de buena gana
la marcha llena de sentido
de tu poderoso,
luminoso reloj,
sondear de las fuerzas
la conformidad
y las reglas
del maravilloso juego
de los innumerables espacios
y sus tiempos.
Pero fiel a la noche
permanece mi secreto corazón
ya su hijo,
el amor creador.
¿Puedes tú, luz, mostrarme
un corazón eternamente fiel?
¿Tiene tu sol
amistosos ojos
que me conozcan ?
¿Cogen tus estrellas
mis extendidas manos?
¿Me devuelven
la suave presión ?
¿Acaso adornaste a la Noche
con colores
y una ligera silueta ?
¿O no es más bien ella
la que a tu adorno
dio más alto, amoroso sentido?
¿Qué voluptuosidad,
qué placer
nos ofrece tu vida,
que supere
los arrebatos de la muerte?
¿No posee todo
lo que nos anima
el color de la noche?
Ella, como una madre, te lleva
y tú le agradeces
todo tu esplendor.
Te perderías
en ti misma, luz,
en el espacio sin fin
te disolverías,
si ella no te sostuviese,
si no te ciñese
para que te calentases
e, inflamándote,
el mundo engendrases.
En verdad yo fui antes que tú fueras;
con mi linaje
me envió la Madre
a habitar tu mundo
y a consagrarlo con el amor.
A dar
sentido humano
a tus creaciones.
Aún no maduraron
estos divinos pensamientos.
Aún son las huellas
de nuestra presencia
poco.
Algún día indicará tu reloj
el fin del tiempo;
entonces tú llegarás a ser
como uno de nosotros,
y, llena de añoranza,
te extinguirás y morirás.
En mí siento
el fin de la actividad,
celestial libertad,
bienaventurado regreso.
En mi salvaje dolor conozco
tu alejamiento
de nuestra patria,
tu resistencia
contra el antiguo
cielo soberano.
Pero en vano es tu furor,
tu rabia.
Indestructible
se yergue la Cruz,
bandera de triunfo
de nuestra raza.
Hacia allá voy yo,
y cada tormento
será un día una espina
de la rosa del placer.
Dentro de poco tiempo
seré libertado,
yaciendo ebrio
en el regazo del amor.
Inacabable vida
viene hacia mí;
yo desde arriba miro
hacia ti, a lo lejos.
En esta colina
se extingue tu resplandor,
una sombra te ofrece
la helada guirnalda.
¡Oh!, absórbeme, Amante,
poderosamente,
¡que pronto pueda
adormecerme para siempre!
Percibo de la muerte
el flujo renovador,
y espero en las tempestades
de la vida lleno de ánimo.
«De él quiero hablar
y con amor ser testigo
mientras
aún viva entre los hombres.
Porque sin él
¿qué sería nuestro linaje,
y qué hablarían los hombres,
si no hablaran de él,
su fundador,
su espíritu?»


















V

Sobre los dilatados linajes

de los hombres
reinaba antes de los tiempos
un férreo destino,
con mudo poderío.
Una oscura,
pesada venda
ligaba sus
temerosas almas.
Sin límites era la tierra,
la residencia de los dioses
y su patria.
Rica en alhajas
y esplendorosas maravillas.
Desde la eternidad
se alzaba su misterioso edificio.
Desde las azules montañas
de la mañana,
hasta el sagrado
seno del mar ,
habitaba el sol,
la luz, que todo la encendía,
la vivificad ora luz.
Un viejo gigante
sostenía el dichoso mundo.
Inmóviles bajo los montes
yacían los primitivos hijos
de la madre tierra...
Impotentes
en su furor destructor
contra la nueva,
soberana raza divina,
y los familiarizados,
alegres hombres.
Del mar profundo
la azul hondura
era el regazo de una diosa.
Celestiales hordas
vivían en gozosa alegría
en las cristalinas grutas.
Ríos y árboles
flores y animales
tenían sentido humano.
Más dulce sabía el vino
porque jóvenes dioses florecientes
se lo daban a los hombres...
Del dorado grano
las gavillas plenas
eran un regalo divino.
La ebria alegría del amor
era un sagrado culto
de la belleza celeste.
Así era la vida
una eterna fiesta
de dioses y hombres.
Y puerilmente veneraban
todos los linajes
la suave llama deliciosa
como lo más alto del mundo.
Sólo había un pensamiento
que, temible, entró hasta las alegres mesas
y el ánimo cubrió de salvaje terror.
Ni los mismos dioses supieron un remedio
que el corazón llenara de dulce consuelo.
Misterioso era el sendero de este monstruo,
cuyo furor ninguna súplica ni ofrenda apaciguaba.
Era la Muerte, que este festín de gozo
con miedo, dolor y lágrimas interrumpía.
Para siempre ausentado ya de todo
lo que aquí mueve el corazón en dulce placer...
separado de los amados que en la tierra
sufrieron vana nostalgia y largo dolor...
parecía concedido al muerto un tenue sueño sólo,
impuesto a él un mero luchar impotente.
Rota quedó la ola del goce,
en la roca de la inacabable desazón.

Con osado ánimo y alto ardor de los sentidos

embellecía el hombre su horrible máscara.
Un pálido joven apaga la luz y duerme;
suave es el final como un trémolo del arpa.
El recuerdo se fundió en la fresca ola de sombra;
el verso lo cantó a la triste necesidad.
Pero indescifrada quedó la eterna noche,
el grave signo de un lejano poder.

Hacia su ocaso se volvió
el viejo mundo;
el alegre jardín
de la joven raza
se marchitó,
y hacia fuera
al más libre espacio
se movían los maduros,
ya no pueriles hombres.

Se habían ocultado los dioses,
sola y sin vida
quedaba la naturaleza,
exánime entre el severo número
y la férrea cadena,
que se habían tomado leyes.
Y en forma de ideas,
como en polvo y en aire,
cayó arruinada la inestimable floración
de la milenaria vida.
Había volado
la omnipotente fe,
y la transformadora
y hermanadora de todo,
compañera del cielo,
la fantasía.
Desapacible sopló
un frío viento nórdico
sobre la aterida campiña,
y nuestro país de maravillas
se disipó en el éter,
y las inacabables lejanías
del cielo
se llenaron de luminosos mundos.
En el más hondo santuario,
en el más alto espacio del espíritu,
se recogió el alma del mundo
con sus poderes,
a reinar allá
hasta la llegada
del nuevo día,
del más alto esplendor del mundo.
Ya no fue la luz
la morada de los dioses
y el signo de los cielos.
El velo de la noche
pusieron sobre sí ellos;
la noche se hizo
el fecundo seno
de las revelaciones.
En medio de los hombres,
en el pueblo por todos
desdeñado,
demasiado pronto maduro,
y tercamente extraño
a la feliz inocencia de la juventud,
apareció el nuevo mundo,
de rostro nunca visto...
En la prodigiosa choza
de la pobreza,
un hijo de la primera virgen y madre;
del misterioso abrazo
fruto inagotable.
Del país del amanecer
la profética sabiduría
floreciente,
reconoció primero
el nuevo principio del tiempo.
Un astro le mostró el camino
a la cuna humilde
del rey.
En nombre del vasto futuro
le adoró
con el brillo y el aroma,
las más altas maravillas de la Naturaleza.
Se desplegó en soledad
el corazón celestial
en el ardiente seno del amor,
vuelto hacia al alto rostro del Padre...
y descansando en el corazón,
dichoso de presentimientos,
de la querida, grave Madre.
Con fervor divinizador
miraba la profética pupila
del niño floreciente
hacia los días del futuro,
hacia sus amados,
los renuevos de su tronco divino,
sin preocuparse del terrenal destino
de sus días.
Pronto se recogieron los más infantiles corazones,
mágicamente prendidos
de omnipotente amor 
en torno de él.
Como una flor germinaba
una nueva, extraña vida
en sus proximidades...
Irrestañables palabras,
y la más gozosa embajada,
como chispas
de un espíritu divino,
cayeron de sus amorosos labios.
Desde lejanas playas,
nacido bajo el sereno
cielo de la Hélada,
vino un cantor
a Palestina.
Y entregó todo su corazón
al prodigioso Niño:
Tú eres el joven que desde largos tiempos
sobre nuestras tumbas se yergue en hondo sentido;
un signo consolador en la tiniebla,
comienzo gozoso de más alta humanidad.
Lo que nos sumergía en profunda pesadumbre
nos aparta con dulce añoranza ahora de aquí.
En la muerte la vida eterna se hace patente;
Tú eres la muerte y sólo tú nos sanas.

El cantor fue
lleno de alegría
al Indostán
y llevó el corazón
colmado de amor perenne,
y lo derramó
en ardientes cantos
bajo aquel suave cielo,
que más íntimamente
a la tierra se abraza,
que mil corazones
se inclinaron hacia él,
y la alegre embajada
mil veces se volvió a alzar .
Poco después de la ausencia del cantor
la preciosa vida fue
víctima de la profunda
decadencia humana;
murió en joven edad,
arrebatado
del amado mundo,
de la llorosa madre
y de sus amigos.
De indecibles penas
oscuro cáliz
apuró la boca sagrada;
en terror espantable
llegaba a él la hora del nacimiento
del Nuevo Mundo.
Reciamente peleó con el antiguo pavor de la muerte,
duro sobre él cayó el peso del mundo viejo;
una vez aún miró amorosamente hacia su Madre...
Entonces llegó del eterno amor la mano libertadora,
y El se adormeció.
Por unos pocos días
colgó un espeso velo
sobre el mugiente mar,
sobre la oscura, trémula tierra.
Incontables lágrimas
lloraron sus amadores.
Descifrado quedó el misterio;
celestiales espíritus alzaron
la antiquísima piedra
de la oscura tumba.
Ángeles se posaron junto al durmiente,
amorosos sueños
de propicio símbolo.
Él se alzó, en nueva magnificencia divina,
creció, hacia las alturas
del rejuvenecido, renacido mundo;
sepultando con sus propias manos
el viejo mundo muerto con él,
en su abandonada cueva,
y colocó, con omnipotente fuerza,
la piedra, que ningún poder alza.
Aún lloran tus amados
lágrimas de alegría,
lágrimas de ternura
y de inacabable agradecimiento
junto a tu sepulcro...
Alegremente asombrados,
te miran aún siempre
resucitar ,
y ellos contigo...
Te ven llorar con dulce fervor
en el bienaventurado pecho
de la Madre
y en el fiel corazón
del amigo...
te ven apresurarte lleno de nostalgia
hacia los brazos del Padre,
llevando en ti la joven,
infantil humanidad,
y del dorado futuro
el inagotable licor .
La Madre corrió hacia ti
en el celestial triunfo;
ella era la primera
en estar en la nueva patria,
contigo.
Largos tiempos
volaron desde entonces
y en fulgor siempre más alto
se ha movido tu nueva creación.
y millares de hombres
en penas y tormentos,
te han seguido llenos de fe
de añoranza y de confianza;
y gobiernan contigo
y la celestial Doncella
en el reino del amor
y sirven en el templo
de la muerte celestial.
Alzada está la piedra,
la humanidad ha sido resucitada.
Todos ya somos tuyos
y no sentimos ligaduras.
La más amarga pena huye
ante tu dorado vaso
en la última cena
cuando tierra y vida se disipan.

A bodas llama la muerte,
las lámparas arden claras.
Las vírgenes ya acudieron
y no hay falta de aceite.
¡Que la lejanía resonara ya
de tu cortejo!
¡Que las estrellas nos llamaran ya
con boca y voz humanas!
A ti, María, se alzan
miles de corazones;
en esta vida de sombra
sólo te reclaman a ti.
Esperan restablecerse,
con gozo lleno de presentimientos
tú los estrechas, sagrado ser,
contra tu fiel pecho.
Muchos, que inflamándose
en amarga pena se consumen
y huyendo de este mundo,
sólo a ti se vuelven,
con su amparo nos aparecen
en mucha necesidad y tormento...
Hacia ellos vamos ahora
para ser allí eternamente.
Ahora no llora en una tumba
con dolor, quien amando cree.
La dulce hacienda de amor
a nadie será arrebatada.
Por los fieles hijos del cielo
es vigilado su corazón.
Para aliviar la nostalgia
la noche le exalta.

Confiada, la vida avanza
hacia la vida eterna;
de interior fuerza dilatado
se ilumina nuestro espíritu.
El mundo estelar se derretirá
en dorado vino de vida!
nosotros lo beberemos
y seremos lucientes estrellas.
El amor está libertado,
y nunca habrá separación.
Ondula la vida plena
como un infinito mar .
iSólo una noche de placer,
un eterno poema!
y todo nuestro sol
es el semblante de Dios.








Hacia abajo, al seno de la tierra,
¡lejos del imperio de la luz!
El furor de los dolores y su salvaje toque
es señal de alegre partida.
Llegamos en estrecha barca
rápidos hasta la orilla de los cielos.
¡Alabada sea la eterna noche,
alabado sea el eterno sueño !
Aún cuando el día nos ha calentado,
nos ha marchitado la larga pena.
Indiferentes ya a la tierra extranjera,
al Padre buscamos en casa.

¿Qué haremos ya en este mundo,
con nuestro amor y fidelidad?
Lo antiguo es abandonado;
y ¿qué nos importará lo nuevo ?
¡Oh, que solo está y hondamente afligido
quien piadoso y cálido ama la antigüedad!

La antigüedad, cuando los sentidos

ardían vivos y en altas llamas
y la mano del Padre y su rostro
los hombres aún reconocían,
y con alto ánimo, ingenuamente,
aún alguno se asemejaba a su Prototipo.

La antigüedad, cuando en ricas floraciones
antiquísimos linajes resplandecían,
y los niños, por el reino celestial,
tormento y muerte deseaban;
y aun cuando hablaban de gozo y vida
muchos corazones se rompían de amor .
La antigüedad, cuando en el ardor juvenil
Dios mismo se manifestaba;
y su dulce vida consagraba con amor
valiente a la temprana muerte
y no rehuía miedo ni dolor
para perpetuar nuestra fidelidad.
Con temerosa nostalgia la contemplamos,
envuelta en la oscura noche,
y aquí en este mundo nunca
se apaciguará la abrasadora sed.
Habremos de volver ala patria
para ver ese sagrado tiempo.
¿Qué detiene aún nuestro regreso?
Los más amados descansan hace mucho ya.
Su tumba concluye la carrera de nuestra vida,
nos hiere ahora y nos hace medrosos.
Ninguna otra cosa nos queda que buscar.
El corazón está harto, el mundo está vacío.
Interminable y misterioso
nos atraviesa dulce tormento.
Me parece oír, en honda lejanía,
un eco de nuestro llanto.
Quizá los amados nos añoran también
y nos enviaron un soplo de la nostalgia.




¡Hacia abajo, hacia la dulce prometida,
hacia Jesús, el amado!
iConfianza!, el crepúsculo vespertino alumbra
extinguiéndose, al amador y al afligido.
Un sueño rompe nuestras ataduras,
y nos sumerge en el seno del Padre.


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