Novalis
(Friedrich
von Hardenbergs)
Himnos a la
noche
(Hymnen an die Nacht)
(1800)
Traducción: José María Valverde (1946)
Barcelona: 1985, Icaria Editorial
(Consulta: Biblioteca del IAGO. Oaxaca:
2003, dic)
I
Qué viviente
capaz de sentido
no ama entre todas
las mágicas
apariciones
del espacio que en su derredor se
ensancha,
la luz, suma de la alegría;
con sus rayos y ondulaciones,
y sus colores,
su dulce omnipresencia
en el día?
Como de la vida
el alma más profunda,
la respira el gigantesco mundo
de las infatigables constelaciones
que bogan en su azul océano,
la respira la resplandeciente
piedra,
las tranquilas plantas,
y de los animales
la multiforme,
eternamente móvil fuerza.
La respiran multicolores
nubes y vientos,
y, sobre todos,
los soberanos huéspedes
de ojos llenos de destino,
de suspensa marcha
y de boca resonante.
Como un rey
de la naturaleza terrena
convoca a cada fuerza
a innumerables
transformaciones,
y su presencia
sola
revela la
maravillosa soberanía
del terrenal
imperio.
Pero hacia allá
me vuelvo,
a la feliz,
inexpresable
Noche, toda
misterio...
Allá queda tendido el mundo,
como inmerso en una honda fosa,
¡cuán desierto y solo
su lugar!
Profunda
tristeza
tiembla en las cuerdas del pecho.
Lejanías del recuerdo,
deseos de la juventud,
sueños de la infancia,
cortas alegrías
de toda la larga vida,
y vanas esperanzas,
acuden con
vestiduras grises
como nieblas de
la tarde
a la caída del
sol.
Allá queda el
mundo
con sus
abigarrados goces.
En otros espacios
la luz alzó
sus aéreos
pabellones.
¿Ya no volvería
jamás
a sus fieles
hijos,
a sus jardines,
a su magnífica casa ?
Pero ¿qué es lo
que mana
tan fresco y
placentero,
tan lleno de presentimientos,
bajo el corazón,
y disipa
la blanda brisa de la tristeza?
¿Tienes tú también
un corazón humano,
oscura noche?
¿Qué es lo que guardas
bajo tu manto,
que, invisiblemente poderoso,
llega hasta mi alma ?
Te muestras sólo temible...
Precioso bálsamo
gotea de tu mano,
del haz de adormideras
En dulce embriaguez
despliegas las pesadas alas del
corazón.
Y nos regalas alegrías
oscuras e indecibles,
secretas, como tú misma eres;
alegrías, que nos
dejan presentir un cielo.
Qué pobre y pueril
se me aparece la
luz
con sus
pintarrajeadas cosas;
qué gozosa y
bendita
la ausencia del
día.
¿Así pues, sólo por eso,
porque la noche
te quita tus
servidumbres,
sembraste
en la lejanía del espacio
las luminosas esferas
para promulgar tu omnipotencia
y anunciar tu retorno
durante el
tiempo de tu alejamiento?
Más celestiales
que esos astros fúlgido
en las lejanías,
nos parecen los ojos infinitos
que la Noche
abre en nosotros.
Miran más hondo
que el más
lejano brillo
de esos
innumerables ejércitos;
sin necesidad de
luz,
miran a través
de las profundidades
de un amante
corazón,
llenando un más elevado espacio
de indecible felicidad.
¡Gloria de la
reina del universo,
mundo sagrado
de la alta mensajera,
venturoso amor
de nuestra cuidadora!
Vienes, amada. ..
La noche está aquí...
Arrebatada está
mi alma...
Allá lejos queda el día terrenal
y tú eres de nuevo mía.
Te contemplo en los profundos,
oscuros ojos;
nada veo sino amor y
bienaventuranza.
Descendemos al altar de la noche,
al suave lecho...
El velo cae,
y encendida de la cálida presión,
arde de la dulce ofrenda
el puro fuego.
II
¿Ha de volver
siempre la mañana?
¿Jamás terminará
el señorío de lo terrenal?
Desdichada
actividad estorba
el celestial
vuelo de la noche.
¿No arderá
eternamente el secreto
sacrificio del
amor?
Les ha sido medido su tiempo
a la luz
ya la vigilia...
Pero la soberanía de la noche es
sin tiempo,
la duración del sueño es eterna.
¡Sueño sagrado!
Nunca dejes de traer la felicidad
a los consagrados a la noche,
en este trabajo
diario de la tierra.
Sólo los
insensatos te desconocen,
y no saben de
ningún sueño
sino de la
sombra
que, compasiva, viertes en nosotros
en aquel crepúsculo
de la verdadera
noche.
Ellos no te
perciben
en el dorado
flujo de los racimos,
en el
maravilloso
bálsamo del
almendro,
y en el moreno zumo de la
adormidera.
No saben
que tú eres eso
que se cierne en torno
del pecho de la suave muchacha,
y en cielo convierte su seno...
No adivinan
que en las antiguas historias
surges abriendo cielos
y tienes la llave
de la morada de
la bienaventuranza;
silencioso
embajador
del infinito
misterio.
III
Una vez que derramaba amargas lágrimas,
cuando mi esperanza se disolvía deshecha en el dolor, y estaba solo en la
desierta colina que en su estrecho, oscuro espacio sepultaba la figura de mi
vida; solo, como aún no estuvo ningún solitario, oprimido de indecible miedo,
sin fuerzas, ya tan sólo un pensamiento de la miseria todavía... Cuando buscaba
allí ayuda en torno mío, hacia delante no podía y hacia atrás nada... y pendía
de la fugitiva, extinguida vida, con inacabable ansia... ; entonces, vino por
la azul lejanía, desde las alturas de mi antigua bienaventuranza, un
estremecimiento de ocaso... y de pronto desgarró la ligadura del nacimiento, la
cadena de la luz. Allá se fue el esplendor terrenal, y mis lágrimas con él.
Juntamente huyó la tristeza hacia un nuevo, insondable mundo. Y tú, exaltación
nocturna, sueño del cielo, viniste sobre mí. El paisaje de la tierra se alzó
lentamente... Sobre el paisaje se cernía mi desprendido, renacido espíritu. La
colina se tornó polvareda, y en el polvo veía yo las clarísimas facciones de la
amada. En sus ojos descansaba la eternidad. Yo tomé sus manos, y las lágrimas
formaron un resplandeciente, indestructible lazo. Corrían milenios hacia la
lejanía como tempestades. En su cuello lloré embelesadas lágrimas en la nueva
vida. Así fue mi primer sueño en ti. Pasó, pero su fulgor permaneció; la
eterna, inconmovible creencia en el cielo nocturno y en su sol, la amada.
IV
Ahora sé
cuándo vendrá la última mañana; cuando la luz ya no ahuyente la noche y el
amor, cuando haya un dormir eterno, y sólo un inacabable sueño. Celestial
fatiga no me abandona nunca. Largo y penoso fue el camino hasta la sagrada
tumba, y la cruz era pesada. Aquél cuya boca mojó una vez la cristalina onda
que, invisible para los sentidos comunes, brota en el oscuro seno del monte en
cuyo pie se rompe la resaca terrenal; aquel que se irguió sobre esa cordillera
fronteriza del mundo, y alzó su mirada por encima, hacia la nueva tierra, la
residencia de la noche; aquél, verdaderamente, no volverá al ejercicio del
mundo, al país donde la luz reina y habita eterno desasosiego. Arriba edifica
chozas, chozas de la paz, añora y ama, mira a lo lejos, hasta que la mejor
nacida de todas las horas le conduce hasta el hondo manantial de la fuente. Lo
terrenal asciende a la superficie y es arrebatado por las alturas, pero lo que
se hizo sagrado a través del contacto del amor, corre disuelto por secretos
caminos hacia el territorio del más allá, donde, como nubes, se mezcla con los
adormecidos amores.
Aún llamas,
luz de la alegría,
al cansado para
el trabajo...
me inspiras
alegre vida
Pero no me separas
del recuerdo
de aquel musgoso lugar.
De buen grado quiero
aplicar las oficiosas manos,
mirar en torno sobre todas las
cosas
donde tú me necesitas,
alabar de tu esplendor
la plena magnificencia,
sin pereza proseguir
la hermosa
continuidad
de tu artística
obra,
contemplar de buena gana
la marcha llena de sentido
de tu poderoso,
luminoso reloj,
sondear de las
fuerzas
la conformidad
y las reglas
del maravilloso juego
de los innumerables espacios
y sus tiempos.
Pero fiel a la
noche
permanece mi secreto corazón
ya su hijo,
el amor creador.
¿Puedes tú, luz,
mostrarme
un corazón
eternamente fiel?
¿Tiene tu sol
amistosos ojos
que me conozcan
?
¿Cogen tus
estrellas
mis extendidas
manos?
¿Me devuelven
la suave presión
?
¿Acaso adornaste
a la Noche
con colores
y una ligera silueta ?
¿O no es más
bien ella
la que a tu
adorno
dio más alto,
amoroso sentido?
¿Qué
voluptuosidad,
qué placer
nos ofrece tu
vida,
que supere
los arrebatos de
la muerte?
¿No posee todo
lo que nos anima
el color de la
noche?
Ella, como una
madre, te lleva
y tú le
agradeces
todo tu
esplendor.
Te perderías
en ti misma,
luz,
en el espacio
sin fin
te disolverías,
si ella no te
sostuviese,
si no te ciñese
para que te
calentases
e, inflamándote,
el mundo engendrases.
En verdad yo fui antes que tú fueras;
con mi linaje
me envió la
Madre
a habitar tu
mundo
y a consagrarlo
con el amor.
A dar
sentido humano
a tus
creaciones.
Aún no maduraron
estos divinos
pensamientos.
Aún son las
huellas
de nuestra
presencia
poco.
Algún día indicará tu reloj
el fin del tiempo;
entonces tú
llegarás a ser
como uno de
nosotros,
y, llena de
añoranza,
te extinguirás y morirás.
En mí siento
el fin de la
actividad,
celestial
libertad,
bienaventurado
regreso.
En mi salvaje
dolor conozco
tu alejamiento
de nuestra
patria,
tu resistencia
contra el antiguo
cielo soberano.
Pero en vano es tu furor,
tu rabia.
Indestructible
se yergue la Cruz,
bandera de triunfo
de nuestra raza.
Hacia allá voy yo,
y cada tormento
será un día una
espina
de la rosa del
placer.
Dentro de poco
tiempo
seré libertado,
yaciendo ebrio
en el regazo del amor.
Inacabable vida
viene hacia mí;
yo desde arriba miro
hacia ti, a lo lejos.
En esta colina
se extingue tu resplandor,
una sombra te ofrece
la helada guirnalda.
¡Oh!, absórbeme,
Amante,
poderosamente,
¡que pronto
pueda
adormecerme para
siempre!
Percibo de la
muerte
el flujo
renovador,
y espero en las tempestades
de la vida lleno de ánimo.
«De él quiero hablar
y con amor ser
testigo
mientras
aún viva entre
los hombres.
Porque sin él
¿qué sería
nuestro linaje,
y qué hablarían los hombres,
si no hablaran de él,
su fundador,
su espíritu?»
V
Sobre los dilatados linajes
de los hombres
reinaba antes de los tiempos
un férreo destino,
con mudo poderío.
Una oscura,
pesada venda
ligaba sus
temerosas almas.
Sin límites era la tierra,
la residencia de los dioses
y su patria.
Rica en alhajas
y esplendorosas maravillas.
Desde la eternidad
se alzaba su misterioso edificio.
Desde las azules montañas
de la mañana,
hasta el sagrado
seno del mar ,
habitaba el sol,
la luz, que todo la encendía,
la vivificad ora luz.
Un viejo gigante
sostenía el
dichoso mundo.
Inmóviles bajo
los montes
yacían los
primitivos hijos
de la madre
tierra...
Impotentes
en su furor destructor
contra la nueva,
soberana raza divina,
y los familiarizados,
alegres hombres.
Del mar profundo
la azul hondura
era el regazo de una diosa.
Celestiales hordas
vivían en gozosa alegría
en las cristalinas grutas.
Ríos y árboles
flores y
animales
tenían sentido
humano.
Más dulce sabía
el vino
porque jóvenes dioses florecientes
se lo daban a los hombres...
Del dorado grano
las gavillas plenas
eran un regalo
divino.
La ebria alegría del amor
era un sagrado culto
de la belleza celeste.
Así era la vida
una eterna fiesta
de dioses y hombres.
Y puerilmente veneraban
todos los linajes
la suave llama
deliciosa
como lo más alto del mundo.
Sólo había un pensamiento
que, temible, entró hasta las
alegres mesas
y el ánimo cubrió de salvaje
terror.
Ni los mismos
dioses supieron un remedio
que el corazón
llenara de dulce consuelo.
Misterioso era
el sendero de este monstruo,
cuyo furor ninguna súplica ni
ofrenda apaciguaba.
Era la Muerte, que este festín de
gozo
con miedo, dolor y lágrimas
interrumpía.
Para siempre
ausentado ya de todo
lo que aquí
mueve el corazón en dulce placer...
separado de los
amados que en la tierra
sufrieron vana
nostalgia y largo dolor...
parecía concedido al muerto un
tenue sueño sólo,
impuesto a él un mero luchar
impotente.
Rota quedó la ola del goce,
en la roca de la inacabable
desazón.
Con osado ánimo y alto ardor de los sentidos
embellecía el
hombre su horrible máscara.
Un pálido joven apaga
la luz y duerme;
suave es el final
como un trémolo del arpa.
El recuerdo se
fundió en la fresca ola de sombra;
el verso lo
cantó a la triste necesidad.
Pero
indescifrada quedó la eterna noche,
el grave signo
de un lejano poder.
Hacia su ocaso se
volvió
el viejo mundo;
el alegre jardín
de la joven raza
se marchitó,
y hacia fuera
al más libre
espacio
se movían los
maduros,
ya no pueriles
hombres.
Se habían ocultado los dioses,
sola y sin vida
quedaba la
naturaleza,
exánime entre el severo número
y la férrea cadena,
que se habían tomado leyes.
Y en forma de ideas,
como en polvo y en aire,
cayó arruinada la inestimable
floración
de la milenaria vida.
Había volado
la omnipotente fe,
y la transformadora
y hermanadora de todo,
compañera del cielo,
la fantasía.
Desapacible sopló
un frío viento
nórdico
sobre la aterida campiña,
y nuestro país
de maravillas
se disipó en el
éter,
y las
inacabables lejanías
del cielo
se llenaron de
luminosos mundos.
En el más hondo
santuario,
en el más alto
espacio del espíritu,
se recogió el
alma del mundo
con sus poderes,
a reinar allá
hasta la llegada
del nuevo día,
del más alto esplendor del mundo.
Ya no fue la luz
la morada de los
dioses
y el signo de
los cielos.
El velo de la noche
pusieron sobre sí ellos;
la noche se hizo
el fecundo seno
de las revelaciones.
En medio de los hombres,
en el pueblo por todos
desdeñado,
demasiado pronto maduro,
y tercamente extraño
a la feliz inocencia de la
juventud,
apareció el nuevo mundo,
de rostro nunca visto...
En la prodigiosa choza
de la pobreza,
un hijo de la primera virgen y
madre;
del misterioso abrazo
fruto inagotable.
Del país del
amanecer
la profética
sabiduría
floreciente,
reconoció primero
el nuevo
principio del tiempo.
Un astro le
mostró el camino
a la cuna
humilde
del rey.
En nombre del
vasto futuro
le adoró
con el brillo y
el aroma,
las más altas
maravillas de la Naturaleza.
Se desplegó en
soledad
el corazón
celestial
en el ardiente
seno del amor,
vuelto hacia al alto rostro del
Padre...
y descansando en el corazón,
dichoso de presentimientos,
de la querida, grave Madre.
Con fervor divinizador
miraba la profética pupila
del niño floreciente
hacia los días
del futuro,
hacia sus
amados,
los renuevos de
su tronco divino,
sin preocuparse del terrenal
destino
de sus días.
Pronto se
recogieron los más infantiles corazones,
mágicamente
prendidos
de omnipotente
amor
en torno de él.
Como una flor
germinaba
una nueva,
extraña vida
en sus proximidades...
Irrestañables
palabras,
y la más gozosa
embajada,
como chispas
de un espíritu
divino,
cayeron de sus
amorosos labios.
Desde lejanas
playas,
nacido bajo el
sereno
cielo de la
Hélada,
vino un cantor
a Palestina.
Y entregó todo
su corazón
al prodigioso
Niño:
Tú eres el joven
que desde largos tiempos
sobre nuestras tumbas se yergue en
hondo sentido;
un signo consolador en la tiniebla,
comienzo gozoso
de más alta humanidad.
Lo que nos sumergía en profunda
pesadumbre
nos aparta con dulce añoranza ahora
de aquí.
En la muerte la vida eterna se hace
patente;
Tú eres la muerte y sólo tú nos
sanas.
El cantor fue
lleno de alegría
al Indostán
y llevó el corazón
colmado de amor perenne,
y lo derramó
en ardientes
cantos
bajo aquel suave
cielo,
que más
íntimamente
a la tierra se
abraza,
que mil
corazones
se inclinaron
hacia él,
y la alegre
embajada
mil veces se
volvió a alzar .
Poco después de la ausencia del
cantor
la preciosa vida fue
víctima de la
profunda
decadencia humana;
murió en joven
edad,
arrebatado
del amado mundo,
de la llorosa
madre
y de sus amigos.
De indecibles penas
oscuro cáliz
apuró la boca sagrada;
en terror espantable
llegaba a él la
hora del nacimiento
del Nuevo Mundo.
Reciamente peleó con el antiguo
pavor de la muerte,
duro sobre él cayó el peso del
mundo viejo;
una vez aún miró amorosamente hacia
su Madre...
Entonces llegó del eterno amor la
mano libertadora,
y El se adormeció.
Por unos pocos
días
colgó un espeso velo
sobre el mugiente mar,
sobre la oscura,
trémula tierra.
Incontables
lágrimas
lloraron sus
amadores.
Descifrado quedó el misterio;
celestiales espíritus alzaron
la antiquísima piedra
de la oscura tumba.
Ángeles se posaron junto al
durmiente,
amorosos sueños
de propicio símbolo.
Él se alzó, en
nueva magnificencia divina,
creció, hacia
las alturas
del rejuvenecido, renacido mundo;
sepultando con sus propias manos
el viejo mundo muerto con él,
en su abandonada cueva,
y colocó, con omnipotente fuerza,
la piedra, que ningún poder alza.
Aún lloran tus amados
lágrimas de alegría,
lágrimas de ternura
y de inacabable
agradecimiento
junto a tu
sepulcro...
Alegremente
asombrados,
te miran aún
siempre
resucitar ,
y ellos contigo...
Te ven llorar
con dulce fervor
en el
bienaventurado pecho
de la Madre
y en el fiel
corazón
del amigo...
te ven
apresurarte lleno de nostalgia
hacia los brazos
del Padre,
llevando en ti
la joven,
infantil humanidad,
y del dorado futuro
el inagotable licor .
La Madre corrió hacia ti
en el celestial triunfo;
ella era la primera
en estar en la
nueva patria,
contigo.
Largos tiempos
volaron desde
entonces
y en fulgor
siempre más alto
se ha movido tu
nueva creación.
y millares de
hombres
en penas y
tormentos,
te han seguido
llenos de fe
de añoranza y de
confianza;
y gobiernan
contigo
y la celestial
Doncella
en el reino del
amor
y sirven en el
templo
de la muerte
celestial.
Alzada está la
piedra,
la humanidad ha
sido resucitada.
Todos ya somos
tuyos
y no sentimos
ligaduras.
La más amarga pena huye
ante tu dorado vaso
en la última cena
cuando tierra y vida se disipan.
A bodas llama la muerte,
las lámparas arden claras.
Las vírgenes ya acudieron
y no hay falta de aceite.
¡Que la lejanía resonara ya
de tu cortejo!
¡Que las estrellas nos llamaran ya
con boca y voz humanas!
A ti, María, se
alzan
miles de
corazones;
en esta vida de sombra
sólo te reclaman a ti.
Esperan
restablecerse,
con gozo lleno de presentimientos
tú los estrechas, sagrado ser,
contra tu fiel pecho.
Muchos, que
inflamándose
en amarga pena se consumen
y huyendo de este mundo,
sólo a ti se vuelven,
con su amparo nos aparecen
en mucha necesidad y tormento...
Hacia ellos vamos ahora
para ser allí eternamente.
Ahora no llora en
una tumba
con dolor, quien amando cree.
La dulce hacienda de amor
a nadie será arrebatada.
Por los fieles hijos del cielo
es vigilado su corazón.
Para aliviar la nostalgia
la noche le exalta.
Confiada, la vida avanza
hacia la vida eterna;
de interior fuerza dilatado
se ilumina nuestro espíritu.
El mundo estelar
se derretirá
en dorado vino
de vida!
nosotros lo
beberemos
y seremos lucientes estrellas.
El amor está
libertado,
y nunca habrá separación.
Ondula la vida plena
como un infinito
mar .
iSólo una noche de placer,
un eterno poema!
y todo nuestro sol
es el semblante
de Dios.
Hacia abajo, al seno de la tierra,
¡lejos del imperio de la luz!
El furor de los dolores y su
salvaje toque
es señal de alegre partida.
Llegamos en estrecha barca
rápidos hasta la orilla de los
cielos.
¡Alabada sea la eterna noche,
alabado sea el
eterno sueño !
Aún cuando el
día nos ha calentado,
nos ha
marchitado la larga pena.
Indiferentes ya
a la tierra extranjera,
al Padre
buscamos en casa.
¿Qué haremos ya en este mundo,
con nuestro amor y fidelidad?
Lo antiguo es
abandonado;
y ¿qué nos importará lo nuevo ?
¡Oh, que solo está y hondamente
afligido
quien piadoso y cálido ama la
antigüedad!
La antigüedad, cuando los sentidos
ardían vivos y
en altas llamas
y la mano del Padre y su rostro
los hombres aún reconocían,
y con alto ánimo, ingenuamente,
aún alguno se
asemejaba a su Prototipo.
La antigüedad, cuando en ricas
floraciones
antiquísimos linajes resplandecían,
y los niños, por el reino
celestial,
tormento y muerte deseaban;
y aun cuando hablaban de gozo y
vida
muchos corazones se rompían de amor
.
La antigüedad, cuando en el ardor juvenil
Dios mismo se
manifestaba;
y su dulce vida consagraba con amor
valiente a la temprana muerte
y no rehuía miedo ni dolor
para perpetuar nuestra fidelidad.
Con temerosa nostalgia la contemplamos,
envuelta en la oscura noche,
y aquí en este mundo nunca
se apaciguará la abrasadora sed.
Habremos de volver ala patria
para ver ese sagrado tiempo.
¿Qué detiene aún
nuestro regreso?
Los más amados
descansan hace mucho ya.
Su tumba
concluye la carrera de nuestra vida,
nos hiere ahora
y nos hace medrosos.
Ninguna otra
cosa nos queda que buscar.
El corazón está harto, el mundo
está vacío.
Interminable y
misterioso
nos atraviesa
dulce tormento.
Me parece oír, en honda lejanía,
un eco de nuestro llanto.
Quizá los amados nos añoran también
y nos enviaron un soplo de la
nostalgia.
¡Hacia abajo, hacia la dulce
prometida,
hacia Jesús, el amado!
iConfianza!, el crepúsculo
vespertino alumbra
extinguiéndose,
al amador y al afligido.
Un sueño rompe
nuestras ataduras,
y nos sumerge en
el seno del Padre.