Por Carlos Martínez Silva
Hace algunas noches que, cabizbajo y distraído, seguía el camino de mi casa, por una oscura y desierta calle. De repente sentí música, alcé la cabeza y vi una casa iluminada: evidentemente allí había un baile.
Como nada tiene eso de raro, me disponía a seguir; pero como descubriera que sobre la pared que quedaba al frente de la casa iluminada, pasaban y repasaban las sombras de los danzantes, me detuve.
En aquel momento se celebraban, pues, dos bailes: uno en la sala, otro en la calle.
En el primero había hermosas damas, apuestos caballeros, fisonomías animadas por el fuego de la pasión, trajes de crujiente seda, perfumes y blandones, todo cuanto halaga los sentidos y exalta el corazón.
El baile de las sombras era triste en todos sentidos: se celebraba en una calle oscura y fría; los convidados estaban vestidos de negro, no se reían, ni conversaban; tenían rígidas las facciones, apagada la vista.
¡Qué contraste aquél! ¡Qué fuente de serias y profundas reflexiones para el que, como yo, contemplaba fríamente desde la mitad de la calle esas dos danzas, que al fin no eran sino una sola!
-¿Quiénes son, me decía, dejándome llevar por la imaginación, estos tristes danzantes, de formas vagas, que durante un largo rato han dado vueltas y revueltas, sin hacer ruido, penetrándose los unos a los otros, y que de pronto han huído en tropel entre las sombras de la noche?
¿Serán jóvenes de esas de que habla Bello en los Fantasmas, arrebatadas aí mundo en la primavera de la vida, entusiastas por el baile, que se estremecen en la tumba, al ruido del sauce mecido por el viento? ¡Ah! sin duda a la silenciosa morada que habitan llegaron las dulces notas de la flauta; no pudieron resistir a su atractivo, y pidieron permiso a la guardadora del cementerio para venir a participar de la loca diversión de los mundanos, que tanto las arrebató en vida.
No se atreven a entrar a la sala del baile; y hacen bien. ¿Qué irían a hacer a ese recinto, reverbero de todos los placeres sensuales, esas pobres jóvenes que hace años purgan en las soledades de la tumba las leves faltas cometidas en vida? ¿Quién reconocería, por otra parte, envueltas en sus negros ropajes y adornadas con mustios y ajados azahares, a la espiritual Margarita, a la airosa Tulia, a la delicada Amelia?
Ellas sí ven y conocen a sus antiguas amigas, ebrias de placer, jadeantes, sonrosadas, que olvidadas de todo, hasta de Dios, giran en revuelto torbellino, guiadas por las notas de una flauta y en brazos de almibarado mozalbete.
Ayer, en ocasión semejante, todas reunidas, las que aún viven y las muertas ya, se entregaban a hermosos proyectos y acariciaban gratas ilusiones. Todo era entonces risueño y de color de rosa: ni una nube en el horizonte, ni una angustia en el corazón, ni un triste presentimiento. Hablaban de sus esperanzas, de sus ensueños, de sus castos amores. ¡Hoy... unas de ellas habitan la ciudad de los muertos, de donde las hemos visto salir en altas horas de la noche; las otras se han olvidado desus amigas, siguen bailando, riendo, coronándose de rosas!
¡Dios las haga felices y no permita que la reina de los sepulcros venga tan pronto a llevárselas a aumentar su corte!
En todas las cosas hay siempre una parte que se ve, y otra que no se ve, y ésta suele ser la verdadera.
En un baile, la ilusión, el deslumbramiento estarán dentro de la sala, ¿y será la realidad el lúgubre cuadro que se ofreció a mi vista y que otros habrán contemplado?
Unas cuantas sombras, tristes, rígidas, que dan vueltas sin concierto, ¿serán, pues, la desnuda esencia, la verdadera forma de un baile?
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