domingo, 10 de marzo de 2013

Leopoldo Lugones




Bajo la calma del sueño,
calma lunar de luminosa seda,
la noche
como si fuera
el blanco cuerpo del silencio,
dulcemente en la inmensidad se acuesta.
Y desata
su cabellera,
en prodigioso follaje de alamedas.

Nada vive sino el ojo
del reloj en la torre tétrica,
profundizando inútilmente el infinito
como un agujero abierto en la arena.
El infinito.
Rodado por las ruedas
de los relojes,
como un carro que nunca llega.

La luna cava un blanco abismo
de quietud, en cuya cuenca
las cosas son cadáveres
y las sombras viven como ideas.
Y uno se pasma de lo próxima
que está la muerte en la blancura aquella.
De lo bello que es el mundo
poseído por la antigüedad de la luna llena.
Y el ansia tristísima de ser amado,
en el corazón doloroso tiembla.

Hay una ciudad en el aire,
una ciudad casi invisible suspensa,
cuyos vagos perfiles
sobre la clara noche transparentan,
como las rayas de agua en un pliego,
su cristalización poliédrica.
Una ciudad tan lejana,
que angustia con su absurda presencia.

¿Es una ciudad o un buque
en el que fuésemos abandonando la tierra,
callados y felices,
y con tal pureza,
que sólo nuestras almas
en la blancura plenilunar vivieran?...

Y de pronto cruza un vago
estremecimiento por la luz serena.
Las líneas se desvanecen,
la inmensidad cámbiase en blanca piedra
y sólo permanece en la noche aciaga
la certidumbre de tu ausencia.

sábado, 2 de marzo de 2013

Baile de sombras. Romanticismo


Por Carlos Martínez Silva


Hace algunas noches que, cabizbajo y distraído, seguía el camino de mi casa, por una oscura y desierta calle. De repente sentí música, alcé la cabeza y vi una casa iluminada: evidentemente allí había un baile.
Como nada tiene eso de raro, me disponía a seguir; pero como descubriera que sobre la pared que quedaba al frente de la casa iluminada, pasaban y repasaban las sombras de los danzantes, me detuve.
En aquel momento se celebraban, pues, dos bailes: uno en la sala, otro en la calle.
En el primero había hermosas damas, apuestos caba­lleros, fisonomías animadas por el fuego de la pasión, trajes de crujiente seda, perfumes y blandones, todo cuan­to halaga los sentidos y exalta el corazón.
El baile de las sombras era triste en todos sentidos: se celebraba en una calle oscura y fría; los convidados es­taban vestidos de negro, no se reían, ni conversaban; te­nían rígidas las facciones, apagada la vista.
¡Qué contraste aquél! ¡Qué fuente de serias y profun­das reflexiones para el que, como yo, contemplaba fría­mente desde la mitad de la calle esas dos danzas, que al fin no eran sino una sola!
-¿Quiénes son, me decía, dejándome llevar por la imaginación, estos tristes danzantes, de formas vagas, que durante un largo rato han dado vueltas y revueltas, sin hacer ruido, penetrándose los unos a los otros, y que de pronto han huído en tropel entre las sombras de la noche?
¿Serán jóvenes de esas de que habla Bello en los Fantasmas, arrebatadas aí mundo en la primavera de la vida, entusiastas por el baile, que se estremecen en la tumba, al ruido del sauce mecido por el viento? ¡Ah! sin duda a la silenciosa morada que habitan llegaron las dulces notas de la flauta; no pudieron resistir a su atractivo, y pidieron permiso a la guardadora del cementerio para venir a participar de la loca diversión de los mundanos, que tanto las arrebató en vida.
No se atreven a entrar a la sala del baile; y hacen bien. ¿Qué irían a hacer a ese recinto, reverbero de todos los placeres sensuales, esas pobres jóvenes que hace años purgan en las soledades de la tumba las leves faltas co­metidas en vida? ¿Quién reconocería, por otra parte, en­vueltas en sus negros ropajes y adornadas con mustios y ajados azahares, a la espiritual Margarita, a la airosa Tu­lia, a la delicada Amelia?
Ellas sí ven y conocen a sus antiguas amigas, ebrias de placer, jadeantes, sonrosadas, que olvidadas de todo, hasta de Dios, giran en revuelto torbellino, guiadas por las notas de una flauta y en brazos de almibarado mo­zalbete.
Ayer, en ocasión semejante, todas reunidas, las que aún viven y las muertas ya, se entregaban a hermosos proyectos y acariciaban gratas ilusiones. Todo era enton­ces risueño y de color de rosa: ni una nube en el hori­zonte, ni una angustia en el corazón, ni un triste presen­timiento. Hablaban de sus esperanzas, de sus ensueños, de sus castos amores. ¡Hoy... unas de ellas habitan la ciudad de los muertos, de donde las hemos visto salir en altas horas de la noche; las otras se han olvidado desus amigas, siguen bailando, riendo, coronándose de ros­as!
¡Dios las haga felices y no permita que la reina de los sepulcros venga tan pronto a llevárselas a aumentar su corte!
En todas las cosas hay siempre una parte que se ve, y otra que no se ve, y ésta suele ser la verdadera.
En un baile, la ilusión, el deslumbramiento estarán dentro de la sala, ¿y será la realidad el lúgubre cuadro que se ofreció a mi vista y que otros habrán contemplado?
Unas cuantas sombras, tristes, rígidas, que dan vuel­tas sin concierto, ¿serán, pues, la desnuda esencia, la ver­dadera forma de un baile?