viernes, 31 de mayo de 2013

El fantasma

de Enrique Anderson Imbert
Se dio cuenta de que acababa de morirse cuando vio que su propio cuerpo, como si no fuera el suyo sino el de un doble, se desplomaba sobre la silla y la arrastraba en la caída. Cadáver y silla quedaron tendidos sobre la alfombra, en medio de la habitación.
¿Con que eso era la muerte?
¡Qué desengaño! Había querido averiguar cómo era el tránsito al otro mundo ¡y resultaba que no había ningún otro mundo! La misma opacidad de los muros, la misma distancia entre mueble y mueble, el mismo repicar de la lluvia sobre el techo... Y sobre todo ¡qué inmutables, qué indiferentes a su muerte los objetos que él siempre había creído amigos!: la lámpara encendida, el sombrero en la percha... Todo, todo estaba igual. Sólo la silla volteada y su propio cadáver, cara al cielo raso.
Se inclinó y se miró en su cadáver como antes solía mirarse en el espejo. ¡Qué avejentado! ¡Y esas envolturas de carne gastada! - Si yo pudiera alzarle los párpados quizá la luz azul de mis ojos ennobleciera otra vez el cuerpo - pensó.
Porque así, sin la mirada, esos mofletes y arrugas, las curvas velludas de la nariz y los dos dientes amarillos, mordiéndose el labio exangüe estaban revelándole su aborrecida condición de mamífero.
-Ahora que sé que del otro lado no hay ángeles ni abismos me vuelvo a mi humilde morada.
Y con buen humor se aproximó a su cadáver -jaula vacía- y fue a entrar para animarlo otra vez.
¡Tan fácil que hubiera sido! Pero no pudo. No pudo porque en ese mismo instante se abrió la puerta y se entrometió su mujer, alarmada por el ruido de silla y cuerpo caídos.
-¡No entres! -gritó él, pero sin voz.
Era tarde. La mujer se arrojó sobre su marido y al sentirlo exánime lloró y lloró.
-¡Cállate! ¡Lo has echado todo a perder! - gritaba él, pero sin voz.
¡Qué mala suerte! ¿Por qué no se le habría ocurrido encerrarse con llave durante la experiencia. Ahora, con testigo, ya no podía resucitar; estaba muerto, definitivamente muerto. ¡Qué mala suerte!
Acechó a su mujer, casi desvanecida sobre su cadáver; y su propio cadáver, con la nariz como una proa entre las ondas de pelo de su mujer. Sus tres niñas irrumpieron a la carrera como si se disputaran un dulce, frenaron de golpe, poco a poco se acercaron y al rato todas lloraban, unas sobre otras. También él lloraba viéndose allí en el suelo, porque comprendió que estar muerto es como estar vivo, pero solo, muy solo.
Salió de la habitación, triste.
¿Adónde iría?
Ya no tuvo esperanzas de una vida sobrenatural. No, no había ningún misterio.
Y empezó a descender, escalón por escalón, con gran pesadumbre.
Se paró en el rellano. Acababa de advertir que, muerto y todo, había seguido creyendo que se movía como si tuviera piernas y brazos. ¡Eligió como perspectiva la altura donde antes llevaba sus ojos físicos! Puro hábito. Quiso probar entonces las nuevas ventajas y se echó a volar por las curvas del aire. Lo único que no pudo hacer fue traspasar los cuerpos sólidos, tan opacos, las insobornables como siempre. Chocaba contra ellos. No es que le doliera; simplemente no podía atravesarlos. Puertas, ventanas, pasadizos, todos los canales que abre el hombre a su actividad, seguían imponiendo direcciones a sus revoloteos. Pudo colarse por el ojo de una cerradura, pero a duras penas. Él, muerto, no era una especie de virus filtrable para el que siempre hay pasos; sólo podía penetrar por las hendijas que los hombres descubren a simple vista. ¿Tendría ahora el tamaño de una pupila de ojo? Sin embargo, se sentía como cuando vivo, invisible, sí, pero no incorpóreo. No quiso volar más, y bajó a retomar sobre el suelo su estatura de hombre. Conservaba la memoria de su cuerpo ausente, de las posturas que antes había adoptado en cada caso, de las distancias precisas donde estarían su piel, su pelo, sus miembros. Evocaba así a su alrededor su propia figura; y se insertó donde antes había tenido las pupilas.
Esa noche veló al lado de su cadáver, junto a su mujer. Se acercó también a sus amigos y oyó sus conversaciones. Lo vio todo. Hasta el último instante, cuando los terrones del camposanto sonaron lúgubres sobre el cajón y lo cubrieron.
Él había sido toda su vida un hombre doméstico. De su oficina a su casa, de casa a su oficina. Y nada, fuera de su mujer y sus hijas. No tuvo, pues, tentaciones de viajar al estómago de la ballena o de recorrer el gran hormiguero. Prefirió hacer como que se sentaba en el viejo sillón y gozar de la paz de los suyos.
Pronto se resignó a no poder comunicarles ningún signo de su presencia. Le bastaba con que su mujer alzara los ojos y mirase su retrato en lo alto de la pared.
A veces se lamentó de no encontrarse en sus paseos con otro muerto siquiera para cambiar impresiones. Pero no se aburría. Acompañaba a su mujer a todas partes e iba al cine con las niñas. En el invierno su mujer cayó enferma, y él deseó que se muriera. Tenía la esperanza de que, al morir, el alma de ella vendría a hacerle compañía. Y se murió su mujer, pero su alma fue tan invisible para él como para las huérfanas.
Quedó otra vez solo, más solo aún, puesto que ya no pudo ver a su mujer. Se consoló con el presentimiento de que el alma de ella estaba a su lado, contemplando también a las hijas comunes. ¿Se daría cuenta su mujer de que él estaba allí? Sí... ¡claro!... qué duda había. ¡Era tan natural!
Hasta que un día tuvo, por primera vez desde que estaba muerto, esa sensación de más allá, de misterio, que tantas veces lo había sobrecogido cuando vivo; ¿y si toda la casa estuviera poblada de sombras de lejanos parientes, de amigos olvidados, de fisgones, que divertían su eternidad espiando las huérfanas?
Se estremeció de disgusto, como si hubiera metido la mano en una cueva de gusanos. ¡Almas, almas, centenares de almas extrañas deslizándose unas encimas de otras, ciegas entre sí pero con sus maliciosos ojos abiertos al aire que respiraban sus hijas!
Nunca pudo recobrarse de esa sospecha, aunque con el tiempo consiguió despreocuparse: ¡qué iba a hacer! Su cuñada había recogido a las huérfanas. Allí se sintió otra vez en su hogar. Y pasaron los años. Y vio morir, solteras, una tras otra, a sus tres hijas. Se apagó así, para siempre, ese fuego de la carne que en otras familias más abundantes va extendiéndose como un incendio en el campo.
Pero él sabía que en lo invisible de la muerte su familia seguía triunfando, que todos, por el gusto de adivinarse juntos, habitaban la misma casa, prendidos a su cuñada como náufragos al último leño.
También murió su cuñada.
Se acercó al ataúd donde la velaban, miró su rostro, que todavía se ofrecía como un espejo al misterio, y sollozó, solo, solo ¡qué solo! Ya no había nadie en el mundo de los vivos que los atrajera a todos con la fuerza del cariño. Ya no había posibilidades de citarse en un punto del universo. Ya no había esperanzas. Allí, entre los cirios en llama, debían de estar las almas de su mujer y de sus hijas. Les dijo "¡Adiós!" sabiendo que no podían oírlo, salió al patio y voló noche arriba.

La niña que no tuve

Rodrigo Rey Rosa

A los ocho años, había sido condenada a muerte. Una extraña enfermedad, cuyo nombre no quiero repetir, la disolvería en menos de ciento veinte días, según varios doctores. El médico que me dio las malas nuevas lo hizo cuan humanamente pudo, pero eso no bastó. Tuvo que ser cruel, con la crueldad particular que se desarrolla en esa profesión. Le pedí que describiera las etapas de la enfermedad, y él precisó punto por punto -``con un margen de dos o tres semanas''- la descomposición de mi niña. Como, terminada la descripción, él añadió: ``Me temo que no hay nada más que nosotros podamos hacer'', le dije que si lo que aseguraba no era cierto, yo lo maldecía.
Llegué a casa con pensamientos fúnebres mezclados con accesos de esperanza: pero la niña estaba tendida en su camita, pálida y temblorosa, pues era la hora de los ataques.
La niñera salió del cuarto en silencio, y yo me arrodillé al lado de la niña.
-¿Cómo te sientes? -le pregunté, y le besé la frente.
-Mal -dijo, y agregó-: Voy a morirme, ¿verdad?
Por un descuido mío, una semana antes ella había leído una carta del doctor acerca de la posibilidad de su muerte.
-No creo -le dije. De niño yo también estuve muy enfermo varias veces y sobreviví.
-Yo también quiero sobrevivir -dijo con una seriedad conmovedora. Pero papi, si voy a morirme, si los doctores piensan que me voy a morir, dímelo, no me engañes.
Me miraba fija, intensamente, y no pude mentir.
-Según el doctor que ha estado viéndote, podrías morirte dentro de cuatro meses. Pero yo no le creo.
-¿Cuatro meses? -se puso a contar, primero mentalmente y luego, para asegurarse, con los dedos. Eso sería en febrero.
Asentí con la cabeza. Tomé su mano, sudorosa, y la apreté. Y ella se quedó dormida, o, con su delicadeza de pequeña, fingió que se dormía.
Al día siguiente me levanté temprano, le hice el desayuno y le preparé el baño. Por la mañana, parecía una niña sana, y por un momento olvidé que había sido condenada. Salí de compras. Era una esplendorosa mañana de noviembre, de modo que al volver a casa, le propuse que saliéramos a pasear después de comer.
-¿Adónde quieres ir? -me preguntó.
-A donde tú quieras.
Dijo inmediatamente:
-A un lugar al que nunca hayamos ido.
Eran tantos los lugares a los que no habíamos ido, pensé. Había sido un error que yo la concibiera, yo, que siempre tuve miedo a la descendencia. Pero no me opuse a los deseos de su madre con suficiente determinación, y la niña nació. Su madre me abandonó hace tres años, y aquí estamos.
Cuando salíamos, al cruzar la doble puerta del vestíbulo, un hombre alto y pálido que aguardaba la ocasión, se introdujo furtivamente en el corredor.
-Un drogadicto -dijo ella, y el hombre pudo oírla.
-Tal vez -dije.
En la calle, me recriminó:
-Claro que era un drogadicto. Por qué dices tal vez.
-Tal vez te oyó.
-Y qué, es la verdad.
-A la gente no le gusta oír lo que uno piensa de ella.
Me miró, entre decepcionada y comprensiva, y dijo:
-Supongo que no.
En la esquina del Bowery y la octava, me tiró de la mano.
-¿Por qué no vamos a Times Square?
Tomamos el subterráneo en Astor Place, con su telón de fondo kitsch. Abajo, en el andén, una bandada de poetas daba un tono intelectual y hasta elegante a ese agujero del grand gruyre. La cosa sería evacuar la ciudad, demolerla por completo de una sola vez, darle la espalda al sitio y reintegrarse a la realidad.
Subimos al tren, ingresamos en el túnel. El carro dio un bandazo, y los pasajeros que estaban de pie fueron lanzados unos contra otros, pero los cuerpos con caras grises se mantuvieron de pie, con un movimiento pendular, como si colgaran de sus ganchos en un matadero prolongado. Cadáveres de todas las edades.
El cemento era tan duro en la Calle 42 y el aire helado hería de la misma manera que diez años atrás, cuando caminé por primera vez en esta ciudad, pero el lugar había cambiado.
En la antesala de la muerte, hubiera sido de esperar que cada quien buscara el placer del prójimo como el suyo propio, pero suele ocurrir lo contrario. Así, en lugar de un jardín de las delicias de fin de siglo, la ciudad era una morgue suprema.
Dimos una vuelta por Times Square. Y así, entre aquel torbellino de gente muerta y un ejército de criaturas de Walt Disney, perdimos una de las ciento veinte tardes que le quedaban a mi niña.
Volvimos a casa decaídos al atardecer. Llegué al séptimo como siempre, sin aliento. Las luces de un pequeño rascacielos entraban, en lugar de la luz de las primeras estrellas, por un ventanastro en el otro extremo de nuestro apartamento. Me acerqué a la ventana. Era como arena erizada al lomo de un imán, aquel paisaje.
Preparamos juntos la comida y cuando nos sentamos a comer ella me dijo:
-Perdimos el tiempo esta tarde. Debí quedarme leyendo o estudiando. No tengo tiempo que perder.
-Pero linda, hacía un día hermoso.
-Sí, lo sé. Sé que tratas de hacerme feliz porque tengo poco tiempo. Pero no trates demasiado, ¿está bien?
Me quedé callado un momento, mientras ella miraba por la ventana el pequeño rascacielos.
-Claro, preciosa -dije después. -Perdona, pero nadie es perfecto. -Me encogí de hombros, y creo que, si hubiera tenido rabo, lo habría escondido entre las piernas.
Ella cerró los ojos, y luego me miró de una manera extraña. Me atemorizó.
-Papi -me dijo-, antes de morirme, quiero saber lo que es el sexo.
Levanté las cejas y tragué saliva y se me cortó la respiración. Habría oído algo en la escuela, pensé, era lo natural. Me pregunté fugazmente si no habría fantasmas pornográficos flotando todavía por la Calle 42. Recordé al ratón Mickey, a Pluto, a Clarabela.
-Sí, mi niña -dije con una sonrisa confundida-, un día de éstos te lo explicaré.
-¿Me lo prometes?
Asentí con la cabeza.
-No -insistió-, quiero que lo digas.
Dije que se lo explicaría. Miré el reloj que estaba sobre el televisor.
-¿Cuándo? -preguntó.
-Ya son la siete, cómo corre el tiempo -le dije. -Desde luego, hoy no.
Hizo una mueca.
-Sí -dijo-, ya lo sé, comienzo a sentir los temblores.
La acompañé a su cuarto, le puse el pijama y la acosté. Le di a tomar sus medicinas: tantas gotas de esto, tantas de aquello, tantas de lo otro.
-La luz -dijo.
Apagué la luz, y nos quedamos juntos en la penumbra esperando los ataques.

martes, 16 de abril de 2013

El balcón

Felisberto Hernández
Había una ciudad que a mí me gustaba visitar en verano. En esa época casi todo un barrio se iba a un balneario cercano. Una de las casas abandonadas era muy antigua; en ella habían instalado un hotel y apenas empezaba el verano la casa se ponía triste, iba perdiendo sus mejores familias y quedaba habitada nada más que por los sirvientes. Si yo me hubiera escondido detrás de ella y soltado un grito, éste enseguida se hubiese apagado en el musgo.
El teatro donde yo daba los conciertos también tenía poca gente y lo había invadido el silencio: yo lo veía agrandarse en la gran tapa negra del piano. Al silencio le gustaba escuchar la música; oía hasta la última resonancia y después se quedaba pensando en lo que había escuchado. Sus opiniones tardaban. Pero cuando el silencio ya era de confianza, intervenía en la música: pasaba entre los sonidos como un gato con su gran cola negra y los dejaba llenos de intenciones.
Al final de uno de esos conciertos, vino a saludarme un anciano tímido. Debajo de sus ojos azules se veía la carne viva y enrojecida de sus párpados caídos; el labio inferior, muy grande y parecido a la baranda de un palco, daba vuelta alrededor de su boca entreabierta. De allí salía una voz apagada y palabras lentas; además, las iba separando con el aire quejoso de la respiración.
Después de un largo intervalo me dijo:
-Yo lamento que mi hija no pueda escuchar su música.
No sé por qué se me ocurrió que la hija se habría quedado ciega; y enseguida me di cuenta que una ciega podía oír, que más bien podía haberse quedado sorda, o no estar en la ciudad; y de pronto me detuve en la idea de que podría haberse muerto. Sin embargo aquella noche yo era feliz; en aquella ciudad todas las cosas eran lentas, sin ruido yo iba atravesando, con el anciano, penumbras de reflejos verdosos.
De pronto me incliné hacia él -como en el instante en que debía cuidar de algo muy delicado- y se me ocurrió preguntarle:
-¿Su hija no puede venir?
Él dijo «ah» con un golpe de voz corto y sorpresivo; detuvo el paso, me miró a la cara y por fin le salieron estas palabras:
-Eso, eso; ella no puede salir. Usted lo ha adivinado. Hay noches que no duerme pensando que al día siguiente tiene que salir. Al otro día se levanta temprano, apronta todo y le viene mucha agitación. Después se le va pasando. Y al final se sienta en un sillón y ya no puede salir.
La gente del concierto desapareció enseguida de las calles que rodeaban al teatro y nosotros entramos en el café. Él le hizo señas al mozo y le trajeron una bebida oscura en el vasito. Yo lo acompañaría nada más que unos instantes; tenía que ir a cenar a otra parte. Entonces le dije:
-Es una pena que ella no pueda salir. Todos necesitamos pasear y distraernos.
Él, después de haber puesto el vasito en aquel labio tan grande y que no alcanzó a mojarse, me explicó:
-Ella se distrae. Yo compré una casa vieja, demasiado grande para nosotros dos, pero se halla en buen estado. Tiene un jardín con una fuente; y la pieza de ella tiene, en una esquina, una puerta que da sobre un balcón de invierno; y ese balcón da a la calle; casi puede decirse que ella vive en el balcón. Algunas veces también pasea por el jardín y algunas noches toca el piano. Usted podrá venir a cenar a mi casa cuando quiera y le guardaré agradecimiento.
Comprendí enseguida; y entonces decidimos el día en que yo iría a cenar y a tocar el piano.
Él me vino a buscar al hotel una tarde en que el sol todavía estaba alto. Desde lejos, me mostró la esquina donde estaba colocado el balcón de invierno. Era en un primer piso. Se entraba por un gran portón que había al costado de la casa y que daba a un jardín con una fuente de estatuillas que se escondían entre los yuyos. El jardín estaba rodeado por un alto paredón; en la parte de arriba le habían puesto pedazos de vidrio pegados con mezcla. Se subía a la casa por una escalinata colocada delante de una galería desde donde se podía mirar al jardín a través de una vidriera. Me sorprendió ver, en el largo corredor, un gran número de sombrillas abiertas; eran de distintos colores y parecían grandes plantas de invernáculo. Enseguida el anciano me explicó:
-La mayor parte de estas sombrillas se las he regalado yo. A ella le gusta tenerlas abiertas para ver los colores. Cuando el tiempo está bueno elige una y da una vueltita por el jardín. En los días que hay viento no se puede abrir esta puerta porque las sombrillas se vuelan, tenemos que entrar por otro lado.
Fuimos caminando hasta un extremo del corredor por un techo que había entre la pared y las sombrillas. Llegamos a una puerta, el anciano tamborileó con los dedos en el vidrio y adentro respondió una voz apagada. El anciano me hizo entrar y enseguida vi a su hija de pie en medio del balcón de invierno; frente a nosotros y de espaldas a vidrios de colores. Sólo cuando nosotros habíamos cruzado la mitad del salón ella salió de su balcón y nos vino a alcanzar. Desde lejos ya venía levantando la mano y diciendo palabras de agradecimiento por mi visita. Contra la pared que recibía menos luz había recostado un pequeño piano abierto, su gran sonrisa amarillenta parecía ingenua.
Ella se disculpó por el hecho de no poder salir y señalando el balcón vacío, dijo:
-Él es mi único amigo.
Yo señalé al piano y le pregunté:
-Y ese inocente, ¿no es amigo suyo también?
Nos estábamos sentando en sillas que había a los pies de ella. Tuve tiempo de ver muchos cuadritos de flores pintadas colocadas todos a la misma altura y alrededor de las cuatro paredes como si formaron un friso. Ella había dejado abandonada en medio de su cara una sonrisa tan inocente como la del piano; pero su cabello rubio y desteñido y su cuerpo delgado también parecían haber sido abandonados desde mucho tiempo. Ya empezaba a explicar por qué el piano no era tan amigo suyo como el balcón, cuando el anciano salió casi en puntas de pie. Ella siguió diciendo:
-El piano era un gran amigo de mi madre.
Yo hice un movimiento como para ir a mirarlo; pero ella, levantando una mano y abriendo los ojos, me detuvo:
-Perdone, preferiría que probara el piano después de cenar, cuando haya luces encendidas. Me acostumbré desde muy niña a oír el piano nada más que por la noche. Era cuando lo tocaba mi madre. Ella encendía las cuatro velas de los candelabros y tocaba notas tan lentas y tan separadas en el silencio como si también fuera encendiendo, uno por uno, los sonidos.
Después se levantó y pidiéndome permiso se fue al balcón; al llegar a él le puso los brazos desnudos en los vidrios como si los recostara sobre el pecho de otra persona. Pero enseguida volvió y me dijo:
-Cuando veo pasar varias veces a un hombre por el vidrio rojo casi siempre resulta que él es violento o de mal carácter.
No pude dejar de preguntarle:
-Y yo ¿en qué vidrio caí?
-En el verde. Casi siempre les toca a las personas que viven solas en el campo.
-Casualmente a mí me gusta la soledad entre plantas -le contesté.
Se abrió la puerta por donde yo había entrado y apareció el anciano seguido por una sirvienta tan baja que yo no sabía si era niña o enana. Su cara roja aparecía encima de la mesita que ella misma traía en sus bracitos. El anciano me preguntó:
-¿Qué bebida prefiere?
Yo iba a decir «ninguna», pero pensé que se disgustaría y le pedí una cualquiera. A él le trajeron un vasito con la bebida oscura que yo le había visto tomar a la salida del concierto. Cuando ya era del todo la noche fuimos al comedor y pasamos por la galería de las sombrillas; ella cambió algunas de lugar y mientras yo se las elogiaba se le llenaba la cara de felicidad.
El comedor estaba en un nivel más bajo que la calle y a través de pequeñas ventanas enrejadas se veían los pies y las piernas de los que pasaban por la vereda. La luz, no bien salía de una pantalla verde, ya daba sobre un mantel blanco; allí se había reunido, como para una fiesta de recuerdos, los viejos objetos de la familia. Apenas nos sentamos, los tres nos quedamos callados un momento; entonces todas las cosas que había en la mesa parecían formas preciosas del silencio. Empezaron a entrar en el mantel nuestros pares de manos: ellas parecían habitantes naturales de la mesa. Yo no podía dejar de pensar en la vida de las manos. Haría muchos años, unas manos habían obligado a estos objetos de la mesa a tener una forma. Después de mucho andar ellos encontrarían colocación en algún aparador. Estos seres de la vajilla tendrían que servir a toda clase de manos. Cualquiera de ellas echaría los alimentos en las caras lisas y brillosas de los platos; obligarían a las jarras a llenar y a volcar sus caderas; y a los cubiertos, a hundirse en la carne, a deshacerla y a llevar los pedazos a la boca. Por último los seres de la vajilla eran bañados, secados y conducidos a sus pequeñas habitaciones. Algunos de estos seres podrían sobrevivir a muchas parejas de manos; algunas de ellas serían buenas con ellos, los amarían y los llenarían de recuerdos, pero ellos tendrían que seguir viviendo en silencio.
Hacía un rato, cuando nos hallábamos en la habitación de la hija de la casa y ella no había encendido la luz -quería aprovechar hasta el último momento el resplandor que venía de su balcón-, estuvimos hablando de los objetos. A medida que se iba la luz, ellos se acurrucaban en la sombra como si tuvieran plumas y se prepararan para dormir. Entonces ella dijo que los objetos adquirían alma a medida que entraban en relación con las personas. Algunos de ellos antes habían sido otros y habían tenido otra alma (algunos que ahora tenían patas, antes habían tenido ramas, las teclas habían sido colmillos), pero su balcón había tenido alma por primera vez cuando ella empezó a vivir en él.
De pronto apareció en la orilla del mantel la cara colorada de la enana. Aunque ella metía con decisión sus bracitos en la mesa para que las manitas tomaran las cosas, el anciano y su hija le acercaban los platos a la orilla de la mesa. Pero al ser tomados por la enana, los objetos de la mesa perdían dignidad. Además el anciano tenía una manera apresurada y humillante de agarrar el botellón por el pescuezo y doblegarlo hasta que le salía vino.
Al principio la conversación era difícil. Después apareció dando campanadas un gran reloj de pie; había estado marchando contra la pared situada detrás del anciano; pero yo me había olvidado de su presencia. Entonces empezamos a hablar. Ella me preguntó:
-¿Usted no siente cariño por las ropas viejas?
-¡Cómo no! Y de acuerdo a lo que usted dijo de los objetos, los trajes son los que han estado en más estrecha relación con nosotros -aquí yo me reí y ella se quedó seria-; y no me parecería imposible que guardaran de nosotros algo más que la forma obligada del cuerpo y alguna emanación de la piel.
Pero ella no me oía y había procurado interrumpirme como alguien que intenta entrar a saltar cuando están torneando la cuerda. Sin duda me había hecho la pregunta pensando en lo que respondería ella.
Por fin dijo:
-Yo compongo mis poesías después de estar acostada -ya, en la tarde, había hecho alusión a esas poesías- y tengo un camisón blanco que me acompaña desde mis primeros poemas. Algunas noches de verano voy con él al balcón. El año pasado le dediqué una poesía.
Había dejado de comer y no se le importaba que la enana metiera los bracitos en la mesa. Abrió los ojos como ante una visión y empezó a recitar:
-A mi camisón blanco.
Yo endurecía todo el cuerpo y al mismo tiempo atendía a las manos de la enana. Sus deditos, muy sólidos, iban arrollados hasta los objetos, y sólo a último momento se abrían para tomarlos.
Al principio yo me preocupaba por demostrar distintas maneras de atender; pero después me quedé haciendo un movimiento afirmativo con la cabeza, que coincidía con la llegada del péndulo a uno de los lados del reloj. Esto me dio fastidio; y también me angustiaba el pensamiento de que pronto ella terminaría y yo no tenía preparado nada para decirle; además, al anciano le había quedado un poco de acelga en el borde del labio inferior y muy cerca de la comisura.
La poesía era cursi, pero parecía bien medida; con «camisón» no rimaba ninguna de las palabras que yo esperaba; le diría que el poema era fresco. Yo miraba al anciano y al hacerlo me había pasado la lengua por el labio inferior, pero él escuchaba a la hija. Ahora yo empezaba a sufrir porque el poema no terminaba. De pronto dijo «balcón» para rimar con «camisón», y ahí terminó el poema.
Después de las primeras palabras, yo me escuchaba con serenidad y daba a los demás la impresión de buscar algo que ya estaba a punto de encontrar:
-Me llama la atención -comencé- la calidad de adolescencia que le ha quedado en el poema. Es muy fresco y...
Cuando yo había empezado a decir «es muy fresco», ella también empezaba a decir:
-Hice otro...
Yo me sentí desgraciado; pensaba en mí con un egoísmo traicionero. Llegó la enana con otra fuente y me serví con desenfado una buena cantidad. No quedaba ningún prestigio: ni el de los objetos de la mesa, ni el de la poesía, ni el de la casa que tenía encima, con el corredor de las sombrillas, ni el de la hiedra que tapaba todo un lado de la casa. Para peor, yo me sentía separado de ellos y comía en forma canallesca; no había una vez que el anciano no manoteara el pescuezo del botellón que no encontrara mi copa vacía.
Cuando ella terminó el segundo poema, yo dije:
-Si esto no estuviera tan bueno -yo señalaba el plato- le pediría que me dijera otro.
Enseguida el anciano dijo:
-Primero ella debía comer. Después tendrá tiempo.
Yo empezaba a ponerme cínico, y en aquel momento no se me hubiera importado dejar que me creciera una gran barriga. Pero de pronto sentí como una necesidad de agarrarme del saco de aquel pobre viejo y tener para él un momento de generosidad. Entonces señalándole el vino le dije que hacía poco me habían hecho un cuento de un borracho. Se lo conté, y al terminar los dos empezaron a reírse desesperadamente; después yo seguí contando otros. La risa de ella era dolorosa; pero me pedía por favor que siguiera contando cuentos; la boca se le había estirado para los lados como un tajo impresionante; las «patas de gallo» se le habían quedado prendidas en los ojos llenos de lágrimas, y se apretaba las manos juntas entre las rodillas. El anciano tosía y había tenido que dejar el botellón antes de llenar la copa. La enana se reía haciendo como un saludo de medio cuerpo.
Milagrosamente todos habíamos quedado unidos y yo no tenía el menor remordimiento.
Esa noche no toqué el piano. Ellos me rogaron que me quedara, y me llevaron a un dormitorio que estaba al lado de la casa que tenía enredaderas de hiedra. Al comenzar a subir la escalera, me fijé que del reloj de pie salía un cordón que iba siguiendo a la escalera, en todas sus vueltas. Al llegar al dormitorio, el cordón entraba y terminaba atado en una de las pequeñas columnas del dosel de mi cama. Los muebles eran amarillos, antiguos, y la luz de una lámpara hacía brillar sus vientres. Yo puse mis manos en mi abdomen y miré el del anciano. Sus últimas palabras de aquella noche habían sido para recomendarme:
-Si usted se siente desvelado y quiere saber la hora, tire de este cordón. Desde aquí oirá el reloj del comedor; primero le dará las horas y, después de un intervalo, los minutos.
De pronto se empezó a reír, y se fue dándome las «buenas noches». Sin duda se acordaría de uno de los cuentos, el de un borracho que conversaba con un reloj.
Todavía el anciano hacía crujir la escalera de madera con sus pasos pesados, cuando yo ya me sentía solo con mi cuerpo. Él -mi cuerpo- había atraído hacia sí todas aquellas comidas y todo aquel alcohol como un animal tragando a otros; y ahora tendría que luchar con ellos toda la noche. Lo desnudé completamente y lo hice pasear descalzo por la habitación.
Enseguida de acostarme quise saber qué cosa estaba haciendo yo con mi vida en aquellos días; recibí de la memoria algunos acontecimientos de los días anteriores, y pensé en personas que estaban muy lejos de allí. Después empecé a deslizarme con tristeza y con cierta impudicia por algo que era como las tripas del silencio.
A la mañana siguiente hice un recorrido sonriente y casi feliz de las cosas de mi vida. Era muy temprano; me vestí lentamente y salí a un corredor que estaba a pocos metros sobre el jardín. De este lado también había yuyos altos y árboles espesos. Oí conversar al anciano y a su hija, y descubrí que estaban sentados en un banco colocado bajo mis pies. Entendí primero lo que decía ella:
-Ahora Úrsula sufre más; no sólo quiere menos al marido, sino que quiere más al otro.
El anciano preguntó:
-¿Y no puede divorciarse?
-No; porque ella quiere a los hijos, y los hijos quieren al marido y no quieren al otro.
Entonces el anciano dijo con mucha timidez:
-Ella podría decir a los hijos que el marido tiene varias amantes.
La hija se levantó enojada:
-¡Siempre el mismo, tú! ¡Cuándo comprenderás a Úrsula! ¡Ella es incapaz de hacer eso!
Yo me quedé muy intrigado. La enana no podía ser -se llamaba Tamarinda-. Ellos vivían, según me había dicho el anciano, completamente solos. ¿Y esas noticias? ¿Las habrían recibido en la noche? Después del enojo, ella había ido al comedor y al rato salió al jardín bajo una sombrilla color salmón con volados de gasas blancas. A mediodía no vino a la mesa. El anciano y yo comimos poco y tomamos poco vino. Después yo salí para comprar un libro a propósito para ser leído en una casa abandonada entre los yuyos, en una noche muda y después de haber comido y bebido en abundancia.
Cuando iba de vuelta, pasó frente al balcón, un poco antes que yo, un pobre negro viejo y rengo, con un sombrero verde de alas tan anchas como las que usan los mejicanos.
Se veía una mancha blanca de carne, apoyada en el vidrio verde del balcón.
Esa noche, apenas nos sentamos a la mesa, yo empecé a hacer cuentos, y ella no recitó.
Las carcajadas que soltábamos el anciano y yo nos servían para ir acomodando cantidades brutales de comida y de vinos.
Hubo un momento en que nos quedamos silenciosos. Después, la hija nos dijo:
-Esta noche quiero oír música. Yo iré antes a mi habitación y encenderé las velas del piano. Hace ya mucho tiempo que no se encienden. El piano, ese pobre amigo de mamá, creerá que es ella quien lo irá a tocar.
Ni el anciano ni yo hablamos una palabra más. Al rato vino Tamarinda a decirnos que la señorita nos esperaba.
Cuando fui a hacer el primer acorde, el silencio parecía un animal pesado que hubiera levantado una pata. Después del primer acorde salieron sonidos que empezaron a oscilar como la luz de las velas. Hice otro acorde como si adelantara otro paso. Y a los pocos instantes, y antes que yo tocara otro acorde más, estalló una cuerda. Ella dio un grito. El anciano y yo nos paramos; él fue hacia su hija, que se había tapado los ojos, y la empezó a calmar diciéndole que las cuerdas estaban viejas y llenas de herrumbre. Pero ella seguía sin sacarse las manos de los ojos y haciendo movimientos negativos con la cabeza. Yo no sabía qué hacer; nunca se me había reventado una cuerda. Pedí permiso para ir a mi cuarto, y al pasar por el corredor tenía miedo de pisar una sombrilla.
A la mañana siguiente llegué tarde a la cita del anciano y la hija en el banco del jardín, pero alcancé a oír que la hija decía:
-El enamorado de Úrsula trajo puesto un gran sombrero verde de alas anchísimas.
Yo no podía pensar que fuera aquel negro viejo y rengo que había visto pasar en la tarde anterior; ni podía pensar en quién traería esas noticias por la noche.
Al mediodía, volvimos a almorzar el anciano y yo solos. Entonces aproveché para decirle:
-Es muy linda la vista desde el corredor. Hoy no me quedé más porque ustedes hablaban de una Úrsula, y yo temía ser indiscreto.
El anciano había dejado de comer, y me había preguntado en voz alta:
-¿Usted oyó?
Vi el camino fácil para la confidencia, y le contesté:
-Sí, oí todo, ¡pero no me explico cómo Úrsula puede encontrar buen mozo a ese negro viejo y rengo que ayer llevaba el sombrero verde de alas tan anchas!
-¡Ah! -dijo el anciano-, usted no ha entendido. Desde que mi hija era casi una niña me obligaba a escuchar y a que yo interviniera en la vida de personajes que ella inventaba. Y siempre hemos seguido sus destinos como si realmente existieran y recibiéramos noticias de sus vidas. Ellas les atribuye hechos y vestimentas que percibe desde el balcón. Si ayer vio pasar a un hombre de sombrero verde, no se extrañe que hoy se lo haya puesto a uno de sus personajes. Yo soy torpe para seguirle esos inventos, y ella se enoja conmigo. ¿Por qué no la ayuda usted? Si quiere yo...
No lo dejé terminar:
-De ninguna manera, señor. Yo inventaría cosas que le harían mucho daño.
A la noche ella tampoco vino a la mesa. El anciano y yo comimos, bebimos y conversamos hasta muy tarde de la noche.
Después que me acosté sentí crujir una madera que no era de los muebles. Por fin comprendí que alguien subía la escalera. Y a los pocos instantes llamaron suavemente a mi puerta. Pregunté quién era, y la voz de la hija me respondió:
-Soy yo; quiero conversar con usted.
Encendí la lámpara, abrí una rendija de la puerta y ella me dijo:
-Es inútil que tenga la puerta entornada; yo veo por la rendija del espejo, y el espejo lo refleja a usted desnudito detrás de la puerta.
Cerré enseguida y le dije que esperara. Cuando le indiqué que podía entrar, abrió la puerta de entrada y se dirigió a otra que había en mi habitación y que yo nunca pude abrir. Ella la abrió con la mayor facilidad y entró a tientas en la oscuridad de otra habitación que yo no conocía. Al momento salió de allí con una silla que colocó al lado de mi cama. Se abrió una capa azul que traía puesta y sacó un cuaderno de versos. Mientras ella leía yo hacía un esfuerzo inmenso para no dormirme; quería levantar los párpados y no podía; en vez, daba vuelta para arriba los ojos y debía parecer un moribundo. De pronto ella dio un grito como cuando se reventó la cuerda del piano; y yo salté de la cama. En medio del piso había una araña grandísima. En el momento que yo la vi ya no caminaba, había crispado tres de sus patas peludas, como si fuera a saltar. Después yo le tiré los zapatos sin poder acertarle. Me levanté, pero ella me dijo que no me acercara, que esa araña saltaba. Yo tomé la lámpara, fui dando la vuelta a la habitación cerca de las paredes hasta llegar al lavatorio, y desde allí le tiré con el jabón, con la tapa de la jabonera, con el cepillo, y sólo acerté cuando le tiré con la jabonera. La araña arrolló las patas y quedó hecha un pequeño ovillo de lana oscura. La hija del anciano me pidió que no le dijera nada al padre porque él se oponía a que ella trabajara o leyera hasta tan tarde. Después que ella se fue, reventé la araña con el taco del zapato y me acosté sin apagar la luz. Cuando estaba por dormirme, arrollé sin querer los dedos de los pies; esto me hizo pensar en que la araña estaba allí, y volví a dar un salto.
A la mañana siguiente vino el anciano a pedirme disculpas por la araña. Su hija se lo había contado todo. Yo le dije al anciano que nada de aquello tenía la menor importancia, y para cambiar de conversación le hablé de un concierto que pensaba dar por esos días en una localidad vecina. Él creyó que eso era un pretexto para irme, y tuve que prometerle volver después del concierto.
Cuando me fui, no pude evitar que la hija me besara una mano; yo no sabía qué hacer. El anciano y yo nos abrazamos, y de pronto sentí que él me besaba cerca de una oreja.
No alcancé a dar el concierto. Recibí a los pocos días un llamado telefónico del anciano. Después de las primeras palabras, me dijo:
-Es necesaria su presencia aquí.
-¿Ha ocurrido algo grave?
-Puede decirse que una verdadera desgracia.
-¿A su hija?
-No.
-¿A Tamarinda?
-Tampoco. No se lo puedo decir ahora. Si puede postergar el concierto venga en el tren de las cuatro y nos encontraremos en el Café del Teatro.
-¿Pero su hija está bien?
-Está en la cama. No tiene nada, pero no quiere levantarse ni ver la luz del día; vive nada más que con la luz artificial, y ha mandado cerrar todas las sombrillas.
-Bueno. Hasta luego.
En el Café del Teatro había mucho barullo, y fuimos a otro lado. El anciano estaba deprimido, pero tomó enseguida las esperanzas que yo le tendía. Le trajeron la bebida oscura en el vasito, y me dijo:
-Anteayer había tormenta, y a la tardecita nosotros estábamos en el comedor. Sentimos un estruendo, y enseguida nos dimos cuenta que no era la tormenta. Mi hija corrió para su cuarto y yo fui detrás. Cuando yo llegué ella ya había abierto las puertas que dan al balcón, y se había encontrado nada más que con el cielo y la luz de la tormenta. Se tapó los ojos y se desvaneció.
-¿Así que le hizo mal esa luz?
-¡Pero, mi amigo! ¿Usted no ha entendido?
-¿Qué?
-¡Hemos perdido el balcón! ¡El balcón se cayó! ¡Aquella no era la luz del balcón!
-Pero un balcón...
Más bien me callé la boca. Él me encargó que no le dijera a la hija ni una palabra del balcón. Y yo, ¿qué haría? El pobre anciano tenía confianza en mí. Pensé en las orgías que vivimos juntos. Entonces decidí esperar blandamente a que se me ocurriera algo cuando estuviera con ella.
Era angustioso ver el corredor sin sombrillas.
Esa noche comimos y bebimos poco. Después fui con el anciano hasta la cama de la hija y enseguida él salió de la habitación. Ella no había dicho ni una palabra, pero apenas se fue el anciano miró hacia la puerta que daba al vacío y me dijo:
-¿Vio cómo se nos fue?
-¡Pero, señorita! Un balcón que se cae...
-Él no se cayó. Él se tiró.
-Bueno, pero...
-No sólo yo lo quería a él; yo estoy segura de que él también me quería a mí; él me lo había demostrado.
Yo bajé la cabeza. Me sentía complicado en un acto de responsabilidad para el cual no estaba preparado. Ella había empezado a volcarme su alma y yo no sabía cómo recibirla ni qué hacer con ella.
Ahora la pobre muchacha estaba diciendo:
-Yo tuve la culpa de todo. Él se puso celoso la noche que yo fui a su habitación.
-¿Quién?
-¿Y quién va a ser? El balcón, mi balcón.
-Pero, señorita, usted piensa demasiado en eso. Él ya estaba viejo. Hay cosas que caen por su propio peso.
Ella no me escuchaba, y seguía diciendo:
-Esa misma noche comprendí el aviso y la amenaza.
-Pero escuche, ¿cómo es posible que?...
-¿No se acuerda quién me amenazó?... ¿Quién me miraba fijo tanto rato y levantando aquellas tres patas peludas?
-¡Oh!, tiene razón. ¡La araña!
-Todo eso es muy suyo.
Ella levantó los párpados. Después echó a un lado las cobijas y se bajó de la cama en camisón. Iba hacia la puerta que daba al balcón, y yo pensé que se tiraría al vacío. Hice un ademán para agarrarla; pero ella estaba en camisón. Mientras yo quedé indeciso, ella había definido su ruta. Se dirigía a una mesita que estaba al lado de la puerta que daba hacia al vacío. Antes que llegara a la mesita, vi el cuaderno de hule negro de los versos.
Entonces ella se sentó en una silla, abrió el cuaderno y empezó a recitar:
-La viuda del balcón...

lunes, 15 de abril de 2013

Lo real maravilloso

Alejo Carpentier(La Habana, 1904-París, 1980)De lo real maravilloso americanoOriginalmente publicado enTientos y diferenciasMontevideo: Arca, 1967Tomado de la edición Calicanto:Buenos Aires: Calicanto Editorial, 1976, pp. 83-99La ínvitación al viaje. Lo remoto. Lo distante, lo distinto. La langoureuse Asie et la brûllante Afrique de Baudelaire... Vengo de la República Popular China. He sido sensible a la nada ficticia belleza de Pekín, con sus casas negras, sus techos de tejas vitrificadas en un naranjo intenso donde retoza una fabulosa fauna doméstica de dragoncillos tutelares, de grifos encrespados, de graciosos penates zoológicos cuyos nombres ignoro; me he detenido, asombrado, ante las piedras montadas en pedestales, puestas a contemplación como objetos de arte, que se ofrecen en uno de los patios del Palacio de Verano: afirmación en hechos y presencia de una noción no figurativa del arte, ignorada por las declaraciones de principio de los artistas occidentales no figurativos, magnificación del ready-made de Marcel Duchamp, cántico de las texturas, de las proporciones fortuitas, defensa del derecho de elección qué tiene el artista, detector de realidades, sobre ciertas materias o materiales que, sin haber sido trabajados por la mano humana, surgen de su ámbito propio con una belleza original que es la belleza del universo. He admirado la sutileza arquitectónica, comedida y ligera, de Nankín; las fuertes murallas sino-medievales de Nang-Chang, orladas en blanco sobre la adusta oscuridad de las paredes de choque; me he confundido con las multitudes bulliciosas de Shanghai, gimnásticas y divertidas, viviendo en una ciudad de esquinas redondas (sic) que, por lo mismo, ignora la angularidad occidental de las esquinas. He visto, desde los malecones de la ciudad, durante horas, el paso de los sampanes de velamen cuadrado, y volando luego sobre el país, a muy baja altitud, he podido entender el papel enorme que las nieblas y neblinas, las brumas y nubes detenidas, desempeñan en la prodigiosa imaginería paisajista de los pintores chinos. También, contemplando los arrozales, viendo el trabajo de labradores vestidos de juncos trenzados, he entendido las funciones desempeñadas por el verde tierno, el rosado, el amarillo, los difuminos, en el arte chino. Y, sin embargo, a pesar de haber pasado horas frente a los puestos esquineros de agua caliente servida en vaso, de los mostradores de peces colorados y dedibujados a la vez por el movimiento encubridor de sus aletas levemente abanicadas; después de escuchar los cuentos de narradores de cuentos que no entiendo; después de haberme admirado ante la obra maestra, en belleza y proporciones, de una prodigiosa esfera armilar que, montada sobre cuatro dragones, combina portentosamente la armoniosa geometría de los astros con el encrespamiento heráldico de los monstruos telúricos, en el Museo de Pekín; después de visitar los viejos observatorios, erizados de aparatos singulares, pasmosos por una operación de mensuración sideral cuya trascendencia escapa a nuestras nociones keplerianas; después de haberme cobijado a la sombra fría de las grandes puertas, de la casi femenina Torre-Pagoda de Shanghai, enorme y tierna mazorca de ventanas y aleros punzantes, de haberme maravillado ante la relojera eficiencia de los teatros títeres, regreso hacia el poniente con una cierta melancolía. He visto cosas profundamente interesantes. Pero no estoy seguro de haberlas entendido. Para entenderlas realmente —y no con la aquiescencia del papanatas, del turista que en suma he sido— hubiese sido necesario conocer el idioma, tener nociones claras acerca de una de las culturas más antiguas del mundo: conocer las palabras claras del dragón y de la máscara. Me he divertido mucho, ciertamente, con las increíbles acrobacias de los autores de un teatro que, para el consumo de occidente, se califica de ópera, cuando no es sino la realización cimera de lo que ha querido conseguirse en el espectáculo total —obsesión generalmente insatisfecha de nuestros autores dramáticos, directores y escenógrafos—. Pero las acrobacias de quienes interpretaban óperas que jamás pensaron en ser óperas, sólo eran el complemento de una materia verbal que me es inaccesible de por vida. Dicen que Judith Gautier dominaba la lectura del idioma chino a la edad de veinte años. (No creo que “hablara el chino”, porque el chino no se habla, ya que el pequinés, por ejemplo, no es entendido a cien kilómetros de Pekín, ni tiene que ver con el pintoresco cantonés o el dialecto semimeridional de Shanghai, aunque la escritura sea la misma para todos los idiomas en presencia, elemento de inteligibilidad general). Pero, en cuanto a mí, sé que no me bastarían los años que me quedan de existencia para llegar a un entendimiento verdadero, cabal, de la cultura y de la civilización de China. Me falta, para ello, un entendimiento de los textos. De los textos que se inscriben en las estelas que sobre sus carapachos de piedra yerguen las enormes tortugas —símbolos de la longevidad, me dijeron— que pueblan, andando sin andar, tan antiguas que se les ignora la fecha de nacimiento, señoreando acequias y labrantíos, los aledaños de la gran ciudad de Pekín.2 Vengo del Islam. Me he emocionado gratamente ante paisajes tan sosegados, tan deslindados por la mano del sembrador y la mano de las podadoras, tan ajeno a todo elemento vegetal superfluo —con la presencia de sus rosales y granados con algún surtidor por fondo— que pude evocar, ante ellos, la gracia de algunas de las mejores miniaturas persas, aunque, a la verdad, hallándome bastante lejos del Irán y sin saber, a ciencia cierta, si las miniaturas evocadas tenían mucho que ver con eso. Anduve por calles silenciosas, perdiéndome en laberintos de casas sin ventanas, escoltado por el fabuloso olor a grasa de carnero que es característico del Asia Central. Me admiré ante la diversidad de manifestaciones de un arte que sabe renovarse y jugar con las materias, con las texturas, venciendo el temible escollo de la prohibición —aún muy observada— de figurar la figura humana. Pensé que en eso de amar las texturas, los serenos equilibrios geométricos o los enrevesamientos sutiles, los artistas mahometanos daban muestras de una imaginación en la inventiva abstracta que sólo es comparable a la que puede contemplarse, yendo a México, en el pegueño y maravilloso patio del Templo de Mitla. (Para ellos el arte verdadero sigue siendo rigurosamente no figurativo, mantenido a una altanera distancia de donde se polemiza en torno a realismos harto manoseados...). Fin sensible a la esbeltez de los alminares, a la policromía de los mosaicos, a la potente sonoridad de las guzlas, al sabor milenario, precoránico, de los panes sin levadura, desprendidos por peso propio, al alcanzar su punto, del horno del tahonera. Volé sobre el mar de Aral, tan raro, tan extraño, en formas, colores y contornos, como el lago Baikal., aquel que me admira por sus complementos montañosos, sus rarezas zoológicas; por lo mucho que tal lugar remoto tiene común, en la extensión, la desmesura, la repetición —inacabable taigá, trasunto de nuestra selva; inacabable Ienissei, acrecido a cinco leguas de ancho (cito a Vsévolod Ivanov) por lluvias semejantes a las que acrecen algún Orinoco en las mismas cinco o seis leguas de sus desbordamientos... Pero, sin embargo, al regresar, me invadió la gran melancolía de quien quiso entender y entendió a medias. Para entender el Islam apenas entrevisto, me hubiese sido preciso conocer algún idioma allí hablado, tener noticias de algún antecedente literario (algo más consistente, desde luego, que el de los Rubayatas leídos en español, o de las andanzas de Aladino o de Simbad, o de las músicas de Thamar de Balakirev, o de Sheherezada o Antar de Rimski-Kórsakov...), de la filosofía, si es que la hubiese en verdadera función filosófica, de la gran literatura Gnómick de aquel vasto inundo donde ciertos principios atávicos siguen pesando sobre las mentes, aunque distintas contingencias políticas hayan quedado atrás. Pero quien quiso entender, entendió a medias, porque desconocía el idioma o los idiomas que allí se hablaban. Se enfrentaba, en las librerías, con tomos herméticos cuyos títulos se dibujaban en signos arcanos. Conocer esos signos hubiese sido mi deseo. Me sentía humillado ante una ignorancia que también era la del sánscrito o la del hebreo clásico —lenguas que, por lo demás, no se enseñaban en las universidades latinoamericanas de mi adolescencia, allí donde el mismo griego, el latín, eran mirados con desconfianza como cosas que un pragmatismo de nuevo cuño situaba entre los ociosos devaneos del intelecto. Tenía conciencia, sin embargo (habría de comprobarlo desde mi llegada a Bucarest) que para entender lenguas romances sólo necesita el latinoamericano una convivencia de pocas semanas. Así, frente a los signos ininteligibles que se me pintaban, cada mañana, en los titulares de periódicos locales, sentía como un descorazonamiento siempre renovado, pensando que no me bastarían los tiempos que me quedan de vida (¿qué representan veinte años de estudio para saber de algo?), para llegar a tener una visión de conjunto, fundamentada y universal, de lo que es la cultura islámica, en sus distintos fraccionamientos, modalidades, dispersiones geográficas, diferencias dialectales, etcétera. Me sentía minimizado por la grandeza cierta de lo que se me había revelado pero esa grandeza no me entregaba sus medidas exactas, sus voliciones auténticas. No me daba los medios de expresar a los míos, al regresar de tan dilatadas andanzas, lo que había de universal en sus raíces, presencia y transformaciones actuales. Pasa ello hubiese tenido que poseer ciertos conocimientos indispensables, ciertas claves, que, en mi caso, y en el caso de muchos otros, hubiesen requerido una especialización, una disciplina, de casi una vida entera.3 Cuando, al regreso del largo viaje, me hallé en la Unión Soviética, la sensación de incapacidad de entendimiento se me alivió en grado sumo, a pesar de desconocer el idioma. La arquitectura magnífica, a la vez barroca, italiana, rusa, de Leningrado, me era grata antes de verla. Conocía esas columnas, conocía esos astrágalos, conocía esos arcos monumentales, abiertos en bloques de edificios, evocadores de Vitruvio y de Viñola, y acaso también del Piranesi, Rastrelli, el arquitecto italiano, había estado por ahí después de mucho pasearse por Roma. Las columnas rostrales que se alzaban junto al Nevá eran de mi propiedad, El Palacio de Invierno, hondamente azul y espumosamente blanco, con su neptuniano, acuático barroquismo, me hablaba por voces conocidas. Allá, más allá del agua, la Fortaleza de Pedro y Pablo se me perfilaba con domesticada silueta. Y esto no era todo: la Gran Catalina había sido amiga y protectora de Díderot. Potemkin había sido amigo de Miranda, el venezolano precursor de las independencias de América. Cimarosa vivió y compuso en Rusia. La Universidad de Moscú, además, lleva el nombre de Lomonósov, autor de una “Oda a la gran Aurora Boreal” que es una de las mejores realizaciones de cierta poesía del siglo xviii, cientificista, enciclopédico, que la vincula —más por el espíritu que por el estilo, desde luego— con Fontenelle y con Voltaire. Pushkin me hacía pensar en el “Boris” cuya deficiente versión francesa modifiqué, en lo eufónico musical, hace unos treinta años, a ruegos de un cantante que habría de interpretar el papel en el Teatro Colón de Buenos Aires. Turgueniev fue amigo de Flaubert (“el hombre más tonto que he conocido”, decía, admirativamente). Dostoievski me fue revelado por un ensayo de André Gide. Leí a Tolstoi, por vez primera, en una edición que de sus relatos hizo, hacia el año 1920, la Secretaría de Educación de México. Bien o mal traducido, los Cuadernos Filosóficos de Lenín me hablan de Heráclito, de Pitágoras, de Leucipo, y hasta del “idealista con quien uno se entiende mejor que con el materialista estúpido”. Una función del Bolshoi (con estatua ecuestre de Pedro el Grande, en el decorado) me sugiere la oportunidad de visitar las salas altas, terminales, del Museo del Ermitage. Allí me encuentro con Ida Rubinstein en un retrato raro, a la vez afectuoso y cruel, de Serov, también como Sergio de Diaghilev y también con Anna Pávlova que, hacia el año 1915 y regresando después de cada año a La Habana, reveló al cubano las técnicas trascendentales de la danza clásica. Más allá, de modo inesperado, me sale al paso una vasta exposición retrospectiva de Roerich, el escenógrafo y libretista de “La consagración de la primavera” de Stravinsky, cuya partitura puso en entredicho todos los principios composicionales de la música occidental... En Leningrado, en Moscú, volvía a encontrar, en la arquitectura, en la literaria, en el teatro, un universo perfectamente inteligible, inteligible por mis propias deficiencias en cuanto a los medios técnicos, mecánicos, de entender lo situado más allá de ciertas fronteras culturales. (Como difícil me fue en Pekín, un día, entender los razonamientos de un lama tibetano que pretendía identificar el tantrismo con el marxismo, o aquel inteligentísimo hombre del Africa que, en París, hace poco, me hablaba de ritos mágicos, tribales, en términos de materialismo histórico). Cada vez más se afirmaba la convicción de que la vida de un hombre basta apenas para conocer, entender, explicarse, la fracción del globo que le ha tocado en suerte habitar —aunque esta convicción no le exima de una inmensa curiosidad por ver lo que ocurre más allá de la línea de sus horizontes. Pero la curiosidad no es premiada, en muchos casos, con un cabal entendimiento.4 No hay ciudad de Europa, creo yo, donde el drama de la reforma y de la contrarreforma se haya inscrito en vestigios más duraderos y elocuente que en Praga. Por un lado se alzan la dura y recia iglesia de Tyn, erizada de agujas, la capilla de Belén, con sus techumbres empinadas, vestidas de austeras pizarras medioevales, donde hubo de resonar un día la palabra vertical y tremebunda del maestro Juan Huss; por otro se abre el encrespado, envolvente, casi voluptuoso barroquismo de la iglesia de San Salvador del colegio Clementino, al cabo del puente Carlos, frente a las ojivas retadoras de la otra orilla, como un suntuoso escenario jesuítico —más tiene de teatro que de iglesia— poblado de santos y apóstoles, mártires y doctores, confundidos en una coreográfica concertación de estolas y de mitras —bronce sobre blanco, sombras sobre oro— pregonando la victoria momentánea del latín de Roma sobre el idioma popular, nacional, praguense, más que nada, de los salmos y cantos taboritas... Arriba, en la ciudadela, las ventanas de la Defenestración famosa; abajo, en la Mala Straná, el Palacio de Wallenstein, en cuya sala de audiencia dejó el último gran condottiero, esculpida en el cielo raso, toda la estrepitosa sinfonía de la Guerra de los Treinta Años, con una profusa figuración de cornetas, tambores y sacabuches, revueltos con los arneses, penachos y estandartes de las alegorías bélicas. Ahí puedo entender mejor a Schiller y el ánimo que lo llevó, en la primera parte de su trilogía famosa, a la hazaña insólita de escribir un drama sin protagonista, donde los personajes se llaman: “unos croatas”, “unos ulanes”, “un corneta”, “un recluta”, “un capuchino”, “un furriel”... Pero eso no es todo: si la reforma y la contrarreforma están presentes en las piedras de Praga, también nos hablan sus edificios y lugares de un pasado siempre suspendido entre los extremos polos de lo real y de lo irreal, de lo fantástico y lo comprobable, de la conseja y del hecho. Sabemos que Fausto, el alquimista, hace su primera aparición —¿imaginaria?— en la Praga donde las generaciones futuras habrían de palpar los instrumentos astronómicos, exactos o casi, de Tico Brahe, antes de visitar la casa del contemplador de estrellas llamado Juan Kepler, en tanto que los buscadores de la piedra filosofal, los preparadores del mercurio hermético, conservan su calle, todavía, con retortas y hornachas, en el burgo de Carlos el Grande. Mucho se evoca la leyenda del Golem, aquel autómata que un sabio rabino hacia trabajar en su provecho, en las cercanías del cementerio judío y de las soberbias sinagogas. Y lo más extraordinario es que el antiguo cementerio judío, con sus dramáticas estelas de los mil quinientos y seiscientos, paradas lado a lado, o una detrás de otra, en desorden, como puestas en almoneda —en un final de marzo que les iluminaba las inscripciones hebraicas con pinceladas de cierzo— conviven, en terreno de igualdad, con el angosto teatro Tylovo donde, cierto día de 1787, tuvo lugar el estreno del Don Juan de Mozart, obra fáustica, auto sacramental extrañadamente planteado por el genio en un siglo de las luces que para nada creía en convidados de piedra, aunque muy cerca le bailaban obispos y doctores de bronce en el suntuoso escenario teológico de la iglesia del Clementino. No hay piedra muda en Praga para el entendedor a medias palabras. Y, para ese entendedor surge, de cada bocacalle, la silueta queda, afelpada, sin sombra como el personaje, de Chamisso, presente en todas las contingencias, en debates que de la literatura trascienden a la política, de Franz Kafka, que, en su “intento de descripción de un combate” nos dio, sin quererla, acaso por medios metafóricos, indirectos, la más estupenda sensación de una atmósfera praguense vivida en sus misterios y posibilidades. Cuando en su Diario dice (en 1911) que se encuentra conmovido por una visión de escaleras situadas a la derecha del puente Cech, recibe “por una pequeña ventana triangular” (sólo en aquella ciudad asimétrica, donde se conjugan todas las ocurrencias de una arquitectura fantástica, puede haber una ventana triangular... ) toda la grada y la vigencia barroca de las escalinatas que ascienden hacia la ilustre ventana de la Defenestración... De Kafka, dando un salto al pasado, montando en una diligencia imaginaria, sin tiempo, llegamos a Leipzig, donde nos espera el órgano tras el cual Ana Magdalena descubriera, emocionada, la presencia tremebunda —tal la de un dragón inspirado— de Juan Sebastián, y recordamos que allí se cantaron, con muy pocas voces y orquestas mínimas, unas Pasiones que nos incumben muy directamente y que, desde hace dos siglos, no cesaron de crecer, de llenarse con un mayor número de figuras, de cruzar el Atlántico para alcanzar las riberas de América, por la partitura, la ejecución o el disco, sugiriendo a Héctor Villa-Lobos, por operación de sus allegros, la posibilidad de titular bacchianas unas composiciones inspiradas en el allegro —movimiento continuo, perpetum mobile— de las batucadas cariocas o bahianas... De Leipzig nos lleva la imaginaria diligencia, con su cochero que hace sonar una trompa muy conocida por Mozart y hasta por Mõrike, al Weimar de Goethe, en cuya casa nos esperan las monstruosas réplicas de esculturas griegas ejecutadas en dimensiones heroicas, dignas de alzarse en el ámbito de un templo, pero que el autor de Fausto colocó en habitaciones tan pequeñas que, en ellas, un tablero de ajedrez obligaría a los visitantes a soslayarse. Esas enormes divinidades griegas metidas de cabeza —porque de cabeza, están presentes en realidad— en las exiguas estancias de la casa de Weimar me recuerdan ciertas retóricas epónimas, muy usadas en América Latina, que son las de vestíbulos ministeriales presididos por estatuas de héroes que los hincha, amplía, eleva, “encumbra, a dos o tres tallas mayores que las que correspondieron a su cabal estatura humana, llegándose al absurdo de una República que se yergue en el capitolio de La Habana —con pechos de bronce que pesan toneladas— en una dimensión tan estúpidamente ciclópea que, a su lado, la pobre gigante de Kafka pasaría poco menos que inadvertida.5 Vuelve el latinoamericano a lo suyo y empieza a entender muchas cosas. Descubre que, si el Quijote le pertenece de hecho y derecho, a través del Discurso a los cabreros aprendió palabras, en recuento de edades, que le vienen de Los trabajos y los días. Abre la gran crónica de Bernal Díaz del Castillo y se encuentra con el único libro de caballería real y fidedigno que se haya escrito —libro de caballeriza donde los hacedores de maleficios fueron teules visibles y palpables, auténticos los animales desconocidos, contempladas las ciudades ignotas, vistos los dragones en sus ríos y las montañas insólitas en sus nieves y humos. Bernal Díaz, sin sospecharlo, había superado las hazañas de Amadís de Gaula, Belianis de Grecia y Florismarte de Hircania. Había descubierto un mundo de monarcas coronados de plumas de aves verdes, de vegetaciones que se remontaban a los orígenes de la tierra, de manjares jamás probados, de bebidas sacadas del cacto y de la palma, sin darse cuenta aún que, en ese mundo, los acontecimientos que ocupan al hombre suelen cobrar un estilo propio en cuanto a la trayectoria de un mismo acontecer. Arrastra el latinoamericano una herencia de treinta siglos, pero, a pesar de una contemplación de hechos absurdos, a pesar de muchos pecados cometidos, debe reconocerse que su estilo se va afirmando a través de su historia, aunque a veces ese estilo puede engendrar verdaderos monstruos. Pero las compensaciones están presentes: puede un Melgarejo, tirano de Bolivia, hacer beber cubos de cerveza a su caballo Holofernes; del Mediterráneo caribe, en la misma época, surge un José Martí capaz de escribir uno de los mejores ensayos que, acerca de los pintores impresionistas franceses, hayan aparecido en cualquier idioma. Una América Central, poblada de analfabetos, produce un poeta —Rubén Darío— que transforma toda la poesía de expresión castellana. Hay también ahí quien, hace un siglo y medio, explicó los postulados filosóficos de la alienación a esclavos que llevaban tres semanas de manumisos. Hay ahí (no puede olvidarse a Simón Rodríguez) quien creó sistemas de educación inspirados en el Emilio, donde sólo se esperaba que los alumnos aprendieran a leer para ascender socialmente por virtud del entendimiento de los libros —que era como decir: de los códigos. Hay quien quiso desarrollar estrategias de guerra napoleónica con lanceros montados, sin monturas ni estribos, en el loma de su jameigos. Hay la prometida soledad de Bolívar en Santa Marta, las batallas libradas al arma blanca durante nueve horas en el paisaje lunar de los Andes, las torre de Tikal, los frescos rescatados a la selva de Bonanpak, el vigente enigma de Tihuanacu, la majestad del acrópolis de Monte Albán, la belleza abstracta —absolutamente abstracta— del Templo de Mitla, con sus variaciones sobre temas plásticos ajenos a todo empeño figurativo. La enumeración podría ser inacabable. Por ello diré que una primera noción de lo real maravilloso me vino a la mente calando, a fines del año 1943, tuve la suerte de poder visitar el reino de Henri Christophe —las ruinas tan poéticas, de Sans-Souci; la mole, imponentemente intacta a pesar de rayos y terremotos, de la Ciudadela La Ferrière— y de conocer la todavía normanda Ciudad del Cabo, el Cap Français de la antigua Colonia, donde una casa de larguísimos balcones conduce al palacio de cantería habitado antaño por Paulina Bonaparte. Mi encuentro con Paulina Bonaparte, ahí, tan lejos de Córcega, fue, para mí, como una revelación. Vi la posibilidad de establecer ciertos sincronismos posibles, americanos, recurrentes, por encima del tiempo, relacionando esto con aquello, el ayer con el presente. Vi la posibilidad de traer ciertas verdades europeas a las latitudes, que son nuestras actuando a contrapelo de quienes, viajando contra la trayectoria del sol, quisieron llevar verdades nuestras a donde, hace todavía treinta años, no había capacidad de entedimiento ni de medida para verlas en su justa dimensión. (Paulina Bonaparte fue, para mí, lazarillo y guía, tiento primero —a partir de la Venus de Canova— de los ensayos de indagación de los personajes que, como Bilaud-Varenne, Collot d’Herbois, Víctor Huges, habrían de animar mi “Siglo de las Luces”, visto en función de luces americanas.) Después de sentir el nada mentido sortilegio[1] de las tierras de Haití, de haber hallado advertencias mágicas en los caminos rojos de la Meseta Central, de haber oído los tambores del Petro y del Rada, me vi llevado a acercar la maravillosa realidad recién vívida a la agotante pretensión de suscitar lo maravilloso que caracterizó ciertas literaturas europeas de estos últimos treinta años. Lo maravilloso, buscado a través de las viejos clisés de la selva de Brocelianda, de los caballeros de la mesa redonda, del encantador Merlín y del ciclo de Arturo. Lo maravilloso, pobremente sugerido por los oficios y deformidades de los personajes de feria —¿no se cansarán los jóvenes poetas franceses de los fenómenos y payasos de la fête foraine, de los que ya Rimbaud se había despedido en su Alquímia del Verbo? Lo maravilloso, obtenido con trucos de prestidigitación, reuniéndose objetos que para nada suelen encontrarse: la vieja y embustera historia del encuentro fortuito del paraguas y de la máquina de coser sobre una mesa de disección, generador de las cucharas de armiño, los caracoles en el taxi pluvioso, la cabeza de león en la pelvis de una viuda, de las exposiciones surrealistas. O, todavía, lo maravilloso literario: el rey de la Julieta de Sade, el supermacho de Jarry, el monje de Lewis, la utilería escalofriante de la novela negra inglesa: fantasmas, sacerdotes emparedados, licantropías, manos clavadas sobre la puerta de un castillo. Pero, a fuerza de querer suscitar lo maravilloso o todo trance, los taumaturgos se hacen burócratas. Invocando por medio de fórmulas consabidas que hacen de ciertas pinturas un monótono baratillo de relojes amelcochados, de maniquíes de costurera, de vagos monumentos fálicos, lo maravilloso se queda en paraguas o langosta o máquina de coser, o lo que sea, sobre una mesa de disección, en el interior de un cuarto triste, en un desierto de rocas. Pobreza imaginativa, decía Unamuno, es aprenderse códigos de memoria. Y hoy existen códigos de lo fantástico, basados en el principio del burro devorado por un higo, propuesto por los Cantos de Maldoror como suprema inversión de la realidad, a los que debemos muchos “niños amenazados por ruiseñores”, o los “caballos devorando pájaros” de André Masson. Pero obsérvese que cuando André Masson quiso dibujar la selva de la isla de Martinica, con el increíble entrelazamiento de sus plantas y la obscena promiscuidad de ciertos frutos, la maravillosa verdad del asunto devoró al pintor, dejándolo poco menos que impotente frente al papel en blanco. Y tuvo que ser un pintor de América, el cubano Wilfredo Lam, quien nos enseñara la magia de la vegetación tropical, la desenfrenada creación de formas de nuestra naturaleza —con todas sus metamorfosis y simbiosis—, en cuadros monumentales de una expresión única en la pintura contemporánea. Ante la desconcertante pobreza imaginativa de un Tanguy, por ejemplo, que desde hace veinticinco años pinta las mismas larvas pétreas bajo el mismo cielo gris, me dan ganas de repetir una frase que enorgullecía a los surrealistas de la primera hornada: Vous qui ne voyez paz pensez à ceux qui voient. Hay todavía demasiados “adolescentes que hallan placer en violar los cadáveres de hermosas mujeres recién muertas” (Lautréamont), sin advertir que lo maravilloso estaría en violarlas vivas. Pero es que muchos se olvidan, con disfrazarse de magos a poco costo, que lo maravilloso comienza a serlo de manera inequívoca cuando surge de una inesperada alteración de la realidad (el milagro) de una revelación privilegiada de la realidad, de una iluminación inhabitual o singularmente favorecedora de las inadvertidas riquezas de la realidad, de una ampliación de las escalas y categorías de la realidad, percibidas con particular intensidad en virtud de una exaltación del espíritu que lo conduce a un modo de “estado limite”. Para empezar, la sensación de lo maravilloso presupone una fe. Los que no creen en santos no pueden curarse con milagros de santos, ni los que no son Quijotes pueden meterse, en cuerpo, alma y bienes, en el mundo de Amadís de Gaula o Tirante el Blanco. Prodigiosamente fidedignas resultan ciertas frases de Rutilio en Los trabajos de Persiles y Segismunda, acerca de hombres transformados en lobos, porque en tiempos de Cervantes se creía en gentes aquejadas de manía lupina. Asimismo el viaje del personaje, desde Toscana a Noruega, sobre el manto de una bruja. Marco Polo admitía que ciertas aves volaran llevando elefantes entre las garras, y Lutero vio de frente al demonio a cuya cabeza arrojó un tintero. Víctor Hugo, tan explotado por los tenedores de libros de lo maravilloso, creía en aparecidos, porque estaba seguro de haber hablado, en Guernesey, con el fantasma de Leopoldina. A Van Gogh bastaba con tener fe en el Girasol, para fijar su revelación en una tela. De ahí que lo maravilloso invocado en el descreimiento —como lo hicieron los surrealistas durante tantos años— nunca fue sino una artimaña literaria, tan aburrida, al prolongarse, como cierta literatura onírica “arreglada”, ciertos elogios de la locura, de los que estamos muy de vuelta. No por ello va a darse la razón, desde luego, a determinados partidarios de un regreso a lo real —término que cobra, entonces, un significado gregariamente político—, que no hacen sino sustituir los trucos del prestidigitador por los lugares comunes del literato “enrolado” o el escatológico regodeo de ciertos existencialistas. Pero es indudable que hay escasa defensa para poetas y artistas que loan al sadismo sin practicarlo, admiran el supermacho por impotencia, invocan espectros sin creer que respondan a los ensalmos, y fundan sociedades secretas, sectas literarias, grupos vagamente filosóficos, con santos y señas y arcanos fines —nunca alcanzados—, sin ser capaces de concebir una mística válida ni de abandonar los más mezquinos hábitos para jugarse el alma sobre la temible carta de una fe. Esto se me hizo particularmente evidente durante mi permanencia en Haití, al hallarme en contacto cotidiano con algo que podríamos llamar lo real maravilloso. Pisaba yo una tierra donde millares de hombres ansiosos de libertad creyeron en los poderes licantrópicos de Mackandal, a punto de que esa fe colectiva produjera un milagro el día de su ejecución. Conocía ya la historia prodigiosa de Bouckman, el iniciado jamaiquino. Había estado en la Ciudadela La Ferrière, obra sin antecedentes arquitectónicos, únicamente anunciada por las Prisiones imaginarias del Piranesi. Había respirado la atmósfera creada por Henri Cristophe, monarca de increíbles empeños, mucho más sorprendente que todos los reyes crueles inventados por los surrealistas, muy afectos a tiranías imaginarias, aunque no padecidas. A cada paso hallaba lo real maravilloso. Pero pensaba, además, que esa presencia y vigencia de lo real maravilloso no era privilegio único do Haití, sino patrimonio de la América entera, donde todavía no se ha terminado de establecer, por ejemplo, un recuento de cosmogonías. Lo real maravilloso se encuentra a cada paso en las vidas de hombres que inscribieron fechas en la historia del continente y dejaron apellidos aún llevados: desde los buscadores de la fuente de la eterna juventud, de la áurea ciudad de Manoa, hasta ciertos rebeldes de la primera hora o ciertos héroes modernos de nuestras guerras de independencia de tan mitológica traza como la coronel Juana de Azurduy. Siempre me ha parecido significativo el hecho de que, en 1780, unos cuerdos españoles, salidos de Angostura, se lanzaron todavía a la busca de El Dorado, y que en días de la Revolución Francesa —¡vivan la Razón y el Ser Supremo!—, el compostelano Francisco Menéndez anduviera por tierras de Patagonia buscando la ciudad encantada de los Césares. Enfocando otro aspecto de la cuestión, veríamos que, así como en Europa occidental el folklore danzario, por ejemplo, ha perdido todo carácter mágico o invocatorio, rara es la danza colectiva, en América, que no encierre un hondo sentido ritual, creándose en torno a él todo un proceso inicíaco: tal los bailes de la santería cubana, o la prodigiosa versión negroide de la fiesta del Corpus, que aún puede verse en el pueblo de San Francisco de Yare, en Venezuela. Hay un momento, en el sexto canto del Maldoror, en que el héroe, perseguido por toda la policía del mundo, escapa a “un ejército de agentes y espías” adoptando el aspecto de animales diversos y haciendo uso de su don de transportarse instantáneamente a Pekín, Madrid o San Petersburgo. Esto es “literatura maravillosa” en pleno. Pero en América, donde no se ha escrito nada semejante, existió un Mackandal dotado de los mismos poderes por la fe de sus contemporáneos, y que alentó, con esa magia, una de las sublevaciones más dramáticas y extrañas de la historia. Maldoror —lo confiesa el mismo Ducasse— no pasaba de ser un “poético Rocambole”. De él sólo quedó una escuela literaria de vida efímera. De Mackandal el americano, en cambio, ha quedado toda una mitología, acompañada de himnos mágicos, conservados por todo un pueblo, que aún se cantan en las ceremonias del Voudou.[2] (Hay por otra parte, una rara casualidad en el hecho de que Isidoro Ducasse, hombre que tuvo un excepcional instinto de lo fantástico-poético, hubiera nacido en América y se jactara tan enfáticamente, al final de uno de sus cantos, de ser Le Montevidéen). Y es que, por la virginidad del paisaje, por la formación, por la ontología, por la presencia fáustica del indio y del negro, por la revelación que constituyó su reciente descubrimiento, por los fecundos mestizajes que propició, América está muy lejos de haber agotado su caudal de mitologías. ¿Pero qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real maravilloso?Notas[1] Paso aquí el texto de la la primera edición de mi novela El reino de este mundo (1949) que no apareció en algunas ediciones, aunque hoy lo considero, salvo en algunos detalles, tan vigente como entonces. El surrealismo ha dejado de constituir, para nosotros, por proceso de imitación muy activo hace todavía quince años, una presencia erróneamente manejada. Pero nos queda lo real maravilloso de índole muy distinta, cada vez más palpable y discernible, que empieza a proliferar en la novelística de algunos novelistas jóvenes de nuestro continente.[2] Véase Jacques Roumain, Le Sacrifice du Tambour Assoto (r).

Vanguardia latinoamericana

Características del ULTRAÍSMO (1918), según el manifiesto ultraísta, de Jorge Luis Borges:

1. Reducción de la lírica a su elemento primordial: la metáfora.
2. Tachadura de las frases medianeras, los nexos y los adjetivos inútiles.
3. Abolición de los trebejos ornamentales, el confesionalismo, la circunstanciación, las prédicas
y la nebulosidad rebuscada.
4. Síntesis de dos o más imágenes en una para ensanchar de ese modo su facultad de sugerencia.
(p.27)

"Pero no se trata de la acepción tradicional de la metáfora sino de una nueva metáfora que intenta captar una reacción emotiva psíquica frente a una contigüidad externa encontrada o inventada". (p.27)

Texto:
MAÑANA
de Jorge Luis Borges

Las banderas cantaron sus colores
y el viento es una vara de bambú entre las manos
El mundo crece como un árbol claro
Ebrio como una hélice
el sol toca la diana sobre las azoteas
el sol con sus espuelas desgarra los espejos
Como un naipe mi sombra
ha caído de bruces sobre la carretera
Arriba el cielo vuela
y lo surcan los pájaros como noches errantes
La mañana viene a posarse fresca en mi espalda.


"La variante cubana de esta línea poética vanguardista -resultado principalmente de un proceso de decantación y purificación como el que propone Paul Valéry en su artículo 'Poésie pure. Notes pour une conférence'- se encuentra en la así llamada poesía pura (...) la decantación llevada a su extremo acaba en juegos de palabras, en jitanjáforas que representan, dentro de cierta sensibilidad infantil y a veces con voces que se acercan a la poesía popular, una voluntad de alcanzar una pureza poética esencial" (p.27)

Concepto de poesía pura
"...afán de alcanzar la esencia misma de la poesía, una esencia que se alcanzaría al decantar la poesía de todo lo superfluo, todo lo que no le pertenezca y que no sea esencialmente poético..." (p.26)

Esta tendencia "ha solido considerar la metáfora como el elemento central de la poesía." (p.26)


JITANJÁFORA
"...forma poética sin contenido conceptual ni afectivo que se dirige a la fantasía y al juego de los sonidos". (p.293)

EJEMPLO DE JITANJÁFORAS (Poesía pura, Ultraísmo)

de La casa del silencio: Verdehalagode Mariano Brull

Por el verde, verde
verdería de verde mar
Rr con Rr.

Viernes, Vírgula, virgen
enano verde
verdularia cantárida
Rr con Rr.

Verdor y verdín
verdumbre y verdura.
Verde, doble verde
de col y lechuga.

Rr con Rr
en mi verde limón
pájara verde.

Por el verde, verde
verdehalago húmedo
extiéndome. -Extiéndete.

Vengo de Mundodolio
y en Verdehalago me estoy



CESAR VALLEJO
TRILCE

I

Quién hace tánta bulla, y ni deja
testar las islas que van quedando.

Un poco más de consideración
en cuanto será tarde, temprano,
y se aquilatará mejor
el guano, la simple calabrina tesórea
que brinda sin querer,
en el insular corazón,
salobre alcatraz, a cada hialóidea
grupada.

Un poco más de consideración,
y el mantillo líquido, seis de la tarde
DE LOS MAS SOBERBIOS BEMOLES

Y la península parase
por la espalda, abozaleada, impertérrita
en la línea mortal del equilibrio.

II

Tiempo Tiempo.

Mediodía estancado entre relentes.
Bomba aburrida del cuartel achica
tiempo tiempo tiempo tiempo.

Era Era.

Gallos cancionan escarbando en vano.
Boca del claro día que conjuga
era era era era.

Mañana Mañana.

El reposo caliente aún de ser.
Piensa el presente guárdame para
Mañana mañana Mañana mañana.

Nombre Nombre.

¿Qué se llama cuanto heriza nos?
Se llama Lomismo que padece
nombre nombre nombre nombrE.

CREACIONISMO
Iniciado por Vicente Huidobro. "La estética creacionista postula la autonomía del objeto artístico, el abandono de la reproducción artística de la realidad, y la búsqueda y creación de un mundo paralelo a la naturaleza, un mundo basado en la supremacía de las imágenes creadas. Se trata pues de crear, de hacer con la palabra una realidad que no existe, ni puede existir, fuera del poema". (p.184)

de Canciones en la noche: Triángulo armónico
Vicente Huidobro

Thesa
La bella
Gentil princesa
Es una blanca estrella
Es una estrella japonesa.
Thesa es la más divina flor de Kioto
Y cuando pasa triunfante en su palanquín
Parece un tierno lirio, parece un pálido loto
Arrancado una tarde de estío del imperial jardín

Todos la adoran comno a una diosa, todos hasta el Mikado
Pero ella cruza por entre todos indiferente
De nadie se sabe que haya su amor logrado
Y siempre está risueña, está sonriente.
Es una Ofelia jponesa
Que a las flores amante
Loca y traviesa
Triunfante
Besa.

Mares árticosVicente Huidobro

Los mares árticos
Colgados del ocaso

Entre las nubes se quema un pájaro
Día a día
Las plumas iban cayendo
Sobre las tejas de los tejados

Quién ha desenrollado el arco iris

Ya no hay descanso
Blando de alas
Era mi lecho

Sobre los meses árticos
Busco la alondra que voló de mi pecho


de Horizon Carré
Vicente Huidobro

No es conocida
DE DÓNDE VIENE
Entre las ramas
No se ve a nadie
Hasta la luna era una oreja
Y no se oye
ningún ruido
Sin embargo
una estrella desclavada
Ha caído en el estanque
EL HORIZONTE
SE HA CERRADO
Y no hay salida

de Horizon Carré

TAM
Vicente Huidobro

Cantar
al atardecer sobre los montes
Mirando pasar los aeroplanos
Pájaros del horizonte
Que se amamantan en la luna
Tengo sed
Dadme de beber
Todas las cabelleras rubias
En el silencio
Se sienten huir algunos recuerdos
Piezas de caza desbandadas
Cómo cogerlos
Nadie ha podido detener mi marcha
Brilla el sol
La vida vale la pena
Y tu recuerdo canta en mi reloj
El viejo Tam
En un fuego fatuo
Enciende su cigarro
Y se aleja cantando por el bosque
Tú serás
Toda la luz
esta noche
Las marionetas que cuelgan
A los rayos de las estrellas
Son arañas
DANZA
VIEJO TAM
DANZA

En medio de los siete hijos de la montaña
Coge en tu mano
Al que toca la flauta
TU
CABEZA
CUELGA
DEL
HUMO
DE TU
CIGARRO


CUBISMO
El poema cubista es una yuxtaposición instantánea de imágenes autónomas, desligadas. Se recrea en lo visual y desprecia lo auditivo. No hay anécdota, ni argumento, ni historia.
Cada verso o doble verso es una célula independiente, pero confederada con las otras para dar un poema que tiene por centro unificador al poeta mismo.

El poema cubista atrae a un solo plano, simultáneamente, los elementos de la realidad que la imaginación, como un imán central, congrega en un punto de convergencia, que es la mente del poeta. Pero su enfoque, las fracciones de realidad que la inspiran, no están en el pasado, sino en el presente, en la vida y no en el sueño; en la vida moderna con su afiebrada velocidad y dinamismo.

"...POEMAS DE FORMA MODERNA CUBISTA, QUE JUEGAN CON EL ESPACIO DE
LA PÁGINA, Y EN LOS CUALES ABUNDA EL VOCABULARIO COSMOPOLITA DE ESTA
NUEVA ERA..." (p.201)


MICROGRAMAS (Jorge Carrera Andrade, Ecuador)

"...poemas sintéticos parecidos a los haikus..." (p.323)

El colibrí,
aguja tornasol,

pespuntes de luz rosada
dá en el tallo temblón

con la hebra de azúcar
que saca de la flor.


Tortuga:
La tortuga en su estuche amarillo
es el reloj de la tierra
parado desde hace siglos.

Abollado ya se guarda
con piedrecillas del tiempo
en la funda azul del agua.

Nuez:Sabiduría comprimida
diminuta tortuga vegetal,
cerebro de duende
paralizado por la eternidad.


LA OTRA VANGUARDIAJosé Emilio Pacheco
Notas sobre la Otra Vanguardia


Junto a la vanguardia que encuentra su punto de partida en la pluralidad de “ismos” europeos, aparece en la poesía hispanoamericana otra corriente: casi medio siglo después será reconocida como vanguardia y llamada “antipoesía” y “poesía conversacional”, dos cosas afines, aunque no idénticas.
Esta corriente, realista y no surrealista, se origina en la “New Poetry” norteamericana. Aparece de manera tan subrepticia que ni siquiera sus introductores se dan cuenta de lo que han aportado (…) Su escenario es el México que vive una explosión de “nacionalismo sin xenofobia” y donde el ministro José Vasconcelos aspira a un “renacimiento” logrado a través de la unión cultural hispanoamericana.
Sus fundadores son un dominicano, Pedro Henríquez Ureña (1883-1946); un nicaragüense, Salomón de la Selva (1893-1959), y un mexicano, Salvador Novo (1904-1974). Sus libros claves se llaman El soldado desconocido, Espejo, Poemas proletarios y la primera Antología de la poesía norteamericana moderna, que aparece en español. Brotada en principio de la dependencia que los Estados Unidos imponen en todos los terrenos a México y las naciones del Caribe, andando el tiempo esta corriente será vehículo de una poesía de la resistencia, apuntalará muchas expresiones líricas de la Revolución cubana y sustentará el mejor libro de poemas políticos escritos después de Neruda: Poesía revolucionaria nicaragüense, que es como un solo poema anónimo y colectivo.

[Revista Iberoamericana, XLV, núms. 106-107 (1979), pp. 327-34. ]


Modernismo anglosajón (Modernism): Imagismo

la poesía modernista aparece más o menos al tiempo que la revista Poetry, que publica a la mayoría de los poetas de esta época y presta una especial atención a los más renovadores. El imagismo, es uno de los primeros movimientos modernistas en los países anglófonos, estaba inicialmente liderado por el inglés T. E. Hulme y el americano Ezra Pound, y se inició alrededor de 1910. Las características principales del imagismo son el empleo de un discurso simple, la preferencia por el verso libre, y la creación de vívidas y poderosas imágenes. Las dos primeras tuvieron una gran impacto y se extendieron a otros movimientos modernistas. También se inspira en formas asiáticas como el Haiku y el Tanka.



de El soldado desconocido: Heridos
Salomón de la Selva

He visto a los heridos:
¡Qué horribles son los trapos manchados de sangre!
Y los hombres que se quejan mucho;
y los que se quejan poco;
y los que ya han dejado de quejarse!
Y las bocas retorcidas de dolor;
y los dientes aferrados;
y aquel muchacho loco que se ha mordido la lengua
y la lleva de fuera, morada, como si se la hubieran ahorcado!

EL AMIGO IDO
Salvador Novo

Me escribe Napoleón:
"El Colegio es muy grande,
nos levantamos muy temprano,
hablamos únicamente en inglés,
te mando un retrato del edificio..."

Ya no robaremos juntos dulces
de las alacenas, ni escaparemos
hacia el río para ahogarnos a medias
y pescar sandías sangrientas.

Ya voy a presentar sexto año;
después, según las probabilidades,
aprenderé todo lo que se deba,
seré médico,
tendré ambiciones, barba, pantalón largo...

Pero si tengo un hijo
haré que nadie nunca le enseñe nada.
Quiero que sea tan perezoso y feliz
como a mí no me dejaron mis padres
ni a mis padres mis abuelos
ni a mis abuelos Dios.
Espejo, 1933


SIMPLISMO
"...movimiento literario personal (de Alberto Hidalgo, Perú) que se parece al creacionismo de Huidobro, y que aboga, al igual que el ultraísmo porteño, por la aplicación continua de la metáfora". (p.441)


de Simplismos: Telegrafía simplistaAlberto Hidalgo
La lluvia pone paraguas
sobre las cabezas de los ciudadanos.

Las miradas resbalan en el suelo,

ignorantes del equilibrio.

Los hilos de las conversaciones se humedecen

y quedan en las aceras sus ovillos mijados.

El telégrafo sin hilos es inútil.

La lluvia es un aparato Morse
sobre los vidrios de las ventanas:

tac, tactac, tac, tac.

El cielo y yo cambiamos noticias
por intermedio de los alambres de agua.


Haikai simplistaALberto Hidalgo

Tranvía eléctrico que se lanza al campo.

Elocuente manera
de adquirir diez centavos de paisaje.


DIEPALISMO
"...el primer movimiento de vanguardia en la isla (Puerto Rico), en el cual los poetas intentan crear objetividad y un modo sintético de expresión mediante los sonidos y la onomatopeya, sin recurrir a la descripción prolija" (p.507)


De Tuntún de pasa y grifería: Danza negraLuis Palés Matos

Calabó y bambú.
Bambú y calabó.
El Gran Cocoroco dice: tu-cu-tú.
La Gran Cocoroca dice: to-co-tó.
Es el sol de hierro que arde en Tombuctú.
Es la danza negra de Fernando Póo.
El cerdo en el fango gruñe: pru-pru-prú..
El sapo en la charca sueña: cro-cro-cró.
Calabó y bambú.
Bambú y calabó.

Rompen los junjunes en furiosa ú.
Los gongos trepidan con profunda ó.
Es la raza negra que ondulando va
En el ritmo gordo del mariyandá.
Llegan los botucos a la fiesta ya.
Danza que te danza la negra se da.


AFROCUBANISMO

de Motivos del son: MulataNicolás Guillén

Yo ya me enteré, mulata,
mulata, ya sé que dice
que yo tengo la narice
como nudo de corbata

Y fíjate que tú
no ere tan adelantá,
porque tu boca e bien grande,
y tu pasa colorá.

Tanto tren con tu cuerpo,
tanto tren;
tanto tren con tu boca,
tanto tren;
tanto tren con tu sojo,
tanto tren...

Si tú supiera, mulata,
la verdá;
¡que yo con mi negra tengo,
y no te quiero pa na!

CANTO NEGRO
Nicolás Guillén

¡Yambambó, yambambé!
Repica el congo solongo,
repica el negro bien negro;
congo solongo del Songo
baila yambó sobre un pie.
Mamatomba,
serembe cuserembá.
El negro canta y se ajuma,
el negro se ajuma y canta,
el negro canta y se va.
Acuememe serembó,

yambó,
aé.
Tamba, tamba, tamba, tamba,
tamba del negro que tumba;
tumba del negro, caramba,
caramba, que el negro tumba:
¡yamba, yambó, yambambé!

CHÉVERE...
Nicolás Guillén

Chévere del navajazo,
se vuelve él mismo navaja:
Pica tajadas de luna,
mas la luna se le acaba;
pica tajadas de canto,
mas el canto se le acaba;
pica tajadas de sombra,
mas la sombra se le acaba,
y entonces pica que pica
carne de su negra mala.

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Subcristal
Jacobo Fijman

Zarpas monótonas
amarillentas de las horas
de Otoño,
en las cifras muy lentas de mi hastío.

Tonalidades;
respuestas y llamadas de motivos
en una discordancia de apariencias.
Brilla el cristal de mi locura.
Efervescencias bruscas;
ojos endemoniados de un molino
junto a un eorme zueco
de una carreta que relincha.

Cascan mis dientes piedras de blasfemia.


Carlos Oquendo de Amat


de 5 metros de poemas: Poema surrealista del elefante y del canto
Carlos Oquendo de Amat

Los elefantes ortopédicos al comienzo se volverán manzanas
constantemente
Porque los aviadores aman las ciudades encendidas como flores
Música entretejida en los abrigos de invierno
Tu boca surtidor de ademanes ascendentes
Palmeras cálidas alrededor de tu palabra itinerario de viajes fáciles
Tómame como a las violetas abiertas al sol




Grünfeld, Mihai G. Antología de la poesía latinoamericana de vanguardia (1916-
1935), Colección poesía Hiperión, Ediciones Hiperión, Madrid, 1995, 558 pp. (Biblioteca del
IAGO)
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Autores antologados:

Argentina:
Jorge Luis Borges (1899-1986)
Jacobo Fijman (1898-1970)
Oliverio Girondo (1891-1967)
Ricardo Güiraldes (1886-1927)
Norah Lange (1906-1972)
Leopoldo Marechal (1900-1970)

Brasil:
Guilherme de Almeida (1890-1969)
Carlos Drummond de Andrade (1902-1987)
Mario de Andrade (1893-1945)
Oswald de Andrade (1890-1954)
Raul Bopp (1898-1984)
Murilo Mendes (1901-1975)

Chile:
Humberto Díaz-Casanueva (1905-1992)
Vicente Huidobro (1893-1948) CREACIONISMO
Juan Marín (1904-1973)
Pablo Neruda (1904-1973)
Pablo de Rokha (1894-1968)
Winétt de Rokha (1894-1951)

Colombia:
León de Greiff (1895-1976)
Luis Vidales (1904-

Cuba:
Emilio Ballagas (1910-1954)
Mariano Brull (1891-1956) (Verdehalago)
Eugenio Florit (1903
Nicolás Guillén (1902-1989)
Manuel Navarro Luna (1894-1966)

Ecuador:
Jorge Carrera Andrade (1903-1978)
Hugo Mayo (1908-1988)


Guatemala:
Luis Cardoza y Aragón (1904

México:
José Gorostiza (1901-1973)
Manuel Maples Artce (1898-1981)
Salvador Novo (1904-1974)
Carlos Pellicer (1899-1977)
José Juan Tablada (1871-1945)
Jaime Torres Bodet (1902-1974)
Xavier Villaurrutia (1903-1950)

Nicaragua:
José Coronel Urtecho (1906
Salomón de la Selva (1893-1959)

Panamá:
Rogelio Sinán (1904

Perú:
Xavier Abril (1905
Serafín Delmar (1901
Alberto Hidalgo (1897-1967)
César Moro (1906-1956)
Carlos Oquendo de Amat (1905-1936)
Enrique Peña Barrenechea (1904
Alejandro Peralta (1899-1973)
Magda Portal (1901
César Vallejo (1892-1938)
José Varallanos (1908
Emilio Adolfo Westphalen (1911-1994)

Puerto Rico:
Luis Palés Matos (1899-1959)

República Dominicana:
Domingo Moreno Jimenes (1894-1986)

Uruguay:
Pedro Leandro Ipuche (1899-1976)
Juan Parra del Riego (1892-1925)
Fernán Silva Valdés (1887-1975)

Venezuela:
José Antonio Ramos Sucre (1890-1930)

El almohadón de plumas

Horacio Quiroga

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada.. . Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que hacer...
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados dél hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay?-murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós: -sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.